jueves, 20 de septiembre de 2018

María, Reina del Universo: «Cuando se convirtió en madre del Creador, llegó a ser verdaderamente la soberana de todas las criaturas».- Oremos juntos

22 de agosto





María,  Reina del Universo
Catequesis de S.S. Juan Pablo II
 Audiencia General de los Miércoles, 
23 de julio de 1997

1. La devoción popular invoca a María como Reina. El Concilio, después de
recordar la asunción de la Virgen «en cuerpo y alma a la gloria del cielo»,
explica que fue «elevada (...) por el Señor como Reina del universo, para
ser conformada más plenamente a su Hijo, Señor de los señores (cf. Ap 19,
16) y vencedor del pecado y de la muerte» (Lumen gentium, 59).

En efecto, a partir del siglo V, casi en el mismo período en que el concilio
de Éfeso la proclama «Madre de Dios», se empieza a atribuir a María el
título de Reina. El pueblo cristiano, con este reconocimiento ulterior de su
excelsa dignidad, quiere ponerla por encima de todas las criaturas,
exaltando su función y su importancia en la vida de cada persona y de todo
el mundo.
Pero ya en un fragmento de una homilía, atribuido a Orígenes, aparece este
comentario a las palabras pronunciadas por Isabel en la Visitación: «Soy yo
quien debería haber ido a ti, puesto que eres bendita por encima de todas
las mujeres tú, la madre de mi Señor, tú mi Señora» (Fragmenta: PG 13, 1.902
D). En este texto se pasa espontáneamente de la expresión «la madre de mi
Señor» al apelativo «mi Señora», anticipando lo que declarará más tarde san
Juan Damasceno, que atribuye a María el título de «Soberana»: «Cuando se
convirtió en madre del Creador, llegó a ser verdaderamente la soberana de
todas las criaturas» (De fide orthodoxa, 4, 14: PG 94 1.157).

2. Mi venerado predecesor Pío XII en la encíclica Ad coeli Reginam, a la que
se refiere el texto de la constitución Lumen gentium, indica como fundamento
de la realeza de María, además de su maternidad, su cooperación en la obra
de la redención. La encíclica recuerda el texto litúrgico: «Santa María,
Reina del cielo y Soberana del mundo, sufría junto a la cruz de nuestro
Señor Jesucristo» (MS 46 [1954] 634). Establece, además, una analogía entre
María y Cristo, que nos ayuda a comprender el significado de la realeza de
la Virgen. Cristo es rey no sólo porque es Hijo de Dios, sino también porque
es Redentor. María es reina no sólo porque es Madre de Dios, sino también
porque, asociada como nueva Eva al nuevo Adán, cooperó en la obra de la
redención del género humano (MS 46 [1954] 635).
En el evangelio según san Marcos leemos que el día de la Ascensión el Señor
Jesús «fue elevado al cielo y se sentó a la diestra de Dios» (Mc 16, 19). En
el lenguaje bíblico, «sentarse a la diestra de Dios» significa compartir su
poder soberano. Sentándose «a la diestra del Padre», él instaura su reino,
el reino de Dios. Elevada al cielo, María es asociada al poder de su Hijo y
se dedica a la extensión del Reino, participando en la difusión de la gracia
divina en el mundo.
Observando la analogía entre la Ascensión de Cristo y la Asunción de María,
podemos concluir que, subordinada a Cristo, María es la reina que posee y
ejerce sobre el universo una soberanía que le fue otorgada por su Hijo
mismo.

3. El título de Reina no sustituye, ciertamente, el de Madre: su realeza es
un corolario de su peculiar misión materna, y expresa simplemente el poder
que le fue conferido para cumplir dicha misión.
Citando la bula Ineffabilis Deus, de Pío IX, el Sumo Pontífice Pío XII pone
de relieve esta dimensión materna de la realeza de la Virgen: «Teniendo
hacia nosotros un afecto materno e interesándose por nuestra salvación ella
extiende a todo el género humano su solicitud. Establecida por el Señor como
Reina del cielo y de la tierra, elevada por encima de todos los coros de los
ángeles y de toda la jerarquía celestial de los santos, sentada a la diestra
de su Hijo único, nuestro Señor Jesucristo, obtiene con gran certeza lo que
pide con sus súplicas maternal; lo que busca, lo encuentra, y no le puede
faltar» (MS 46 [1954] 636-637).

4. Así pues, los cristianos miran con confianza a María Reina, y esto no
sólo no disminuye, sino que, por el contrario, exalta su abandono filial en
aquella que es madre en el orden de la gracia.
Más aún, la solicitud de María Reina por los hombres puede ser plenamente
eficaz precisamente en virtud del estado glorioso posterior a la Asunción.
Esto lo destaca muy bien san Germán de Constantinopla, que piensa que ese
estado asegura la íntima relación de María con su Hijo, y hace posible su
intercesión en nuestro favor. Dirigiéndose a María, añade: Cristo quiso
«tener, por decirlo así, la cercanía de tus labios y de tu corazón; de este
modo, cumple todos los deseos que le expresas, cuando sufres por tus hijos,
y él hace, con su poder divino, todo lo que le pides» (Hom 1: PG 98, 348).

5. Se puede concluir que la Asunción no sólo favorece la plena comunión de
María con Cristo, sino también con cada uno de nosotros: está junto a
nosotros, porque su estado glorioso le permite seguirnos en nuestro
itinerario terreno diario. También leemos en san Germán: «Tú moras
espiritualmente con nosotros, y la grandeza de tu desvelo por nosotros
manifiesta tu comunión de vida con nosotros» (Hom 1: PG 98, 344).
Por tanto, en vez de crear distancia entre nosotros y ella, el estado
glorioso de María suscita una cercanía continua y solícita. Ella conoce todo
lo que sucede en nuestra existencia, y nos sostiene con amor materno en las
pruebas de la vida.
Elevada a la gloria celestial, María se dedica totalmente a la obra de la
salvación para comunicar a todo hombre la felicidad que le fue concedida. Es
una Reina que da todo lo que posee compartiendo, sobre todo, la vida y el
amor de Cristo.

Por eso rezamos: 

Dios te salve, Reina y Madre de misericordia,
vida, dulzura y esperanza nuestra; Dios te salve.
A Ti llamamos los desterrados hijos de Eva;
a Ti suspiramos, gimiendo y llorando, en este valle de lágrimas.
Ea, pues, Señora, abogada nuestra,
vuelve a nosotros esos tus ojos misericordiosos;
y después de este destierro muéstranos a Jesús,
fruto bendito de tu vientre.
¡Oh clementísima!,
¡Oh piadosa!,
¡Oh dulce siempre Virgen María!
Ruega por nosotros, Santa Madre de Dios.
Para que seamos dignos
De alcanzar las promesas de
Nuestro Señor Jesucristo
Amén

No hay comentarios: