domingo, 7 de abril de 2019

15 de mar de 2013

Domingo V de Cuaresma, ciclo C: Is 43,16-21; Jn 8,1-11


por Lic. Abel Della Cost
Los primeros cristianos escudriñaron las Escrituras (que para aquel momento eran lo que nosotros llamamos Antiguo Testamento) y encontraron que toda ella era «profecía de Cristo». Esta nueva posición de las Escrituras las salvó de ser arrolladas por aquellos que entendían radicalmente la «novedad» de Cristo; realmente los primeros cristianos no sólo fueron en principio judíos que creyeron en Cristo, sino que siguieron siendo judíos, «el verdadero Israel», «el resto santo», etc. Sólo algunas décadas más tarde al acontecimiento de Pascua surgió la interpretación de la radical novedad que Jesús significaba en la comunicación de Dios con el hombre, pero para ese momento la consideración de las Escrituras como «preñadas de Cristo» ya formaba parte del mundo mental de los creyentes (no faltaron ni faltan intentos de expulsar el AT de nuestra fe, pero afortunadamente nunca lo han conseguido).
¿Pero de qué manera sentían los primeros cristianos que las Escrituras eran una profecía de Cristo? Quizás es bueno meditar un poco sobre esto. Nosotros tenemos una visión un poco racionalizada y limitada de la profecía, y por tanto nos parece que al buscar «profecías de Cristo» en el AT tenemos que ceñirnos a donde se mencionen hechos o lugares que hagan pensar de manera literal en la historia de Cristo. Vemos con suma claridad que el versículo de Miqueas 5,1 («y tú, Belén Efratá, aunque eres la menor...»), es una abierta y casi incontestable profecía de Cristo, pero ¿qué clase de profecía es, por ejemplo, el texto de Is 43 que leemos hoy?
La liturgia, y su peculiar modo de organizar las lecturas nos enseña a leer a Cristo en transparencia con el AT. En la primera lectura, que como domingo que es (y un domingo especialmente fuerte, el V de Cuaresma, el último de pura cuaresma) sabemos a priori que se complementa con el evangelio. Sin embargo, quien lee la primera de hoy, difícilmente encuentre esa relación de manera inmediata; los contactos no son evidentes, ¿qué las vincula?
Podríamos decir que este domingo se muestra especialmente viva la relación profética del Antiguo con el Nuevo Testamento, que no está hecha principalmente de cumplimiento de palabras literales, sino de iluminar las palabras de la Escritura con los hechos de Cristo, y las palabras de Cristo con la luz de la Escritura.
En este caso concreto, la relación entre la primera y el Evangelio viene dada por la cuestión de «lo nuevo», y por la imagen concreta de abrir en el desierto un camino. Isaías alude a la gesta del Mar Rojo, y toma el Éxodo como figura de la novedad que reserva Dios a su pueblo: Dios no se limita a salvar a su pueblo, lo hace creando algo inaudito, nuevo, nuevo e insólito: en el desierto un torrente de agua, por ejemplo.
Con esa imagen la liturgia nos pone en posición de leer el evangelio de hoy. Puede decirse mucho sobre el texto de «la mujer adúltera», puede enfocarse, por ejemplo, como una típica controversia de rabinos, estudiar el método controversial del rabino Jesús frente al de otros rabinos, pero nos perderíamos lo que este domingo V de Cuaresma tiene para decirnos: en ese relato tenemos que ver a Jesús que crea algo nuevo, inaudito, una calzada en la estepa.
Veamos el evangelio un poco en detalle: lo primero es hacer una imprescindible «salvedad crítica». Es de muchos sabido que este texto, aunque se conoce por manuscritos muy antiguos (ya Papías de Hierápolis, a inicios del siglo II, alude a él), no está representado en los manuscritos antiguos de Juan. En realidad, aunque pertenece a la tradición evangelica, y es, por supuesto, texto canónico y por tanto inspirado, no tiene un lugar fijo en los evangelios. Posiblemente quedó asociado a Juan gracias a que en el relato de este evangelio que le sigue dice Jesus (en 8,15) «Yo no juzgo a nadie». Pero lo mismo se encuentra en manuscritos de Lucas (después de 21,38, que quizás sea su lugar original) y de Marcos (tras 12,17). 
¿De qué nos sirve esta salvedad crítica? Para no vincular el sentido de este pasaje a su contexto joánico; en una palabra, para no asociar, como hacemos con otros relatos, las claves interpretativas del pasaje en el pensamiento teológico del evangelio de Juan. Si con algún evangelio se relaciona más que con otros es con Lucas y su teología de la acogida incondicional de los pecadores.
La historia es de todos conocida: una adúltera ha sido encontrada en flagrante adulterio, y debe ser muerta. Lamentablemente, aun hoy existe esa misma costumbre en algunos países islámicos, pero la ley como tal no es sólo coránica sino bíblica, está bien explícita en el AT (por ejemplo Lv 20,10), aunque sólo en algunos casos se exigía la lapidación; algunos rabinos propugnaban (pero los testimonios que tenemos son posteriores a Jesús) que cuando la Ley no hablaba de apedrear era preferible la muerte por estrangulamiento, percibida como menos bárbara.
Quizás de eso trataba la controversia original: unos vienen a preguntarle si cabe apedrear (a lo mejor por oposición a otras formas de muerte), pero Jesús los descolocó con una reacción de misericordia completamente inesperada. A partir de allí la tradición evangélica supo ver en ese «Moisés nos manda... ¿y tú que dices?» una trampa puesta a la incomprendida misericordia de Jesús.
Jesús escribe con el dedo en el suelo. De esos pocos signos mudos se ha escrito tanto como para llenar largos tomos. Lo cierto es que no sabemos qué escribió. ¿importa realmente? tal vez sólo estaba mostrando gráficamente cuán poco le interesaba el debate en el que querían comprometerlo; tal vez «descargaba adrenalina» para reservarse la furia profética para la escena del templo; tal vez escribía -como poéticamente imagina imagina san Jerónimo, relacionando con Jr 17,13- los pecados de los acusadores. Nunca lo sabremos, pero ¿importa realmente? importa, sí, el tenso contraste entre la expectativa de los que lo rodean y la mudez de Jesús: «¿tú que dices?» y Jesús no dice nada.
Pero luego sí dice, la frase famosa y avergonzante para todos (incluidos nosotros): «El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra». La frase no es sólo un desafío, es también señal de esa actitud de soberanía sobre al Ley que tanto irritaba a sus enemigos. Porque la ley mosaica daba especial importancia a la «primera piedra»: «La primera mano que se le pondrá encima para darle muerte será la de los testigos, y luego la mano de todo el pueblo» (Dt 17,7). la primera piedra era el puesto reservado al testigo. Jesús se pone -una vez más- por encima de Moisés y corrige la Ley: no es el testigo el que tiene que ejercer ese privilegio, sino el que esté sin pecado.
En el mundo del AT (en especial en Ezequiel, en Oseas, y en muchos otros) el pecado es descrito como «adulterio», es faltarle al Esposo de Israel, e irse con otros esposos, los falsos dioses; así que Jesús no se limita a recordar la pecaminosidad general del hombre («pecador me concibió mi madre», Salmo 51), no, desciende a lo concreto: esta mujer que me habéis puesto delante os representa a todos vosotros.
Llama la atención cómo en la literatura teológico-espiritual cristiana, aun dos mil años después seguimos intentando licuar la frase, diluirla, hacerla un poco más inocua, menos incisiva: «Con sus palabras, Jesús no quiere en ninguna forma sentar el principio de que el legítimo juez sólo pueda ejercer su oficio a condición de estar libre él mismo de toda culpa», dice un exégeta1... ¿cómo que no? eso es lo que dice: si queremos juzgar, debemos asegurarnos de estar nosotros mismos fuera del pecado que denunciamos, y si no, renunciar al juicio. No enseña aquí otra cosa que lo que dice en la enseñanza de la viga en ojo ajeno, sólo que aquí con una contundencia y amplitud que hace verdaderamente imposible ser cristiano y juzgar a los demás. Quien juzga, peca, no sólo si se equivoca en su juicio: también si acierta. Y quien juzga al que juzga, también peca. La verdadera religión consistiría en no juzgar, concluye -aunque con cierta nota de cinismo- Juan Bautista Clemencia, el personaje de Camus en «La Caída».
«...al oirlo, se fueron escabullendo uno a uno, empezando por los más viejos, hasta el último» Hay que felicitar al narrador por la cuidadosa enumeración que nos hace «vivir» ese momento en que se van escabullendo los jueces pillados, y el detalle de fina psicología: comenzando por los más viejos... y por tanto más cargados de pecados, o bien, aquellos reputados como más sabios, y más naturalmente jueces.
La pequeña escena siguiente, donde la tensión narrativa llega a su cúspide, pasa del escenario lleno de gente al intercambio íntimo: un diálogo de una delicadeza que podemos sin duda poner como paradigma del estilo-Jesús. Si se puede dudar de la historicidad del relato, esta breve escena despeja la duda: esta delicadeza no es una construcción literaria, sino uno de los rasgos que más habrán hecho enamorarse de Jesús a sus seguidores inmediatos:
«-Mujer, ¿dónde están tus acusadores?, ¿ninguno te ha condenado?»
Como si él mismo no hubiera estado presente en el lugar, como si nunca le hubieran dicho nada del pecado de ella: lo oyó, pero no lo retuvo, no lo recuerda. No habla con ella como con una pecadora a la que va a perdonar, sino con una persona a la que conociera por primera vez y de la que lo único que sabe es que ha sido acusada.
«-Tampoco yo te condeno», y aquí por primera vez hace algo Jesús por lo que sus contrincantes podrían haberlo acusado, absuelve en nombre de la Ley. Sus enemigos querían pillarlo en el momento mismo de arrogarse una potestad que -juzgaban- no le correspondía, pero no lo consiguen; la adúltera, una pecadora, y nosotros, otros pecadores, tenemos el privilegio de asistir al momento en que Jesús por primera vez en el relato hace abiertamente gala de su autoridad soberana. Y la usa para absolver.
«-Anda, y en adelante no peques más» En este precioso fragmento de versículo se concentra todo el poder de lo profetizado por Isaías en la primera lectura: «No recordéis lo de antaño, / no penséis en lo antiguo; / mirad que realizo algo nuevo».
Uno de los rasgos del perdón que ofrece Jesús es precisamente este poder re-creador: en adelante. Nosotros tendemos a mirar hacia atrás, «te perdono, pero...», «perdón pero no olvido». El perdón que ofrece Jesús es de otra especie, es soberano, no mira hacia atrás2, sino, por el contrario, «en adelante...».
Y esto no es una oferta más, es la verdadera novedad de Jesús, por eso la liturgia nos quiere llamar la atención sobre ese punto específico: la calzada en al estepa, el río en el yermo, por primera vez se abre un camino nuevo, el contador a cero, y a empezar otra vez; y se abre soberanamente, no porque nos gustaría que ocurriera, sino porque Jesús instauró entre nosotros la posibilidad y la realidad de un perdón de una especie nueva, un perdón que recomienza cada vez.
¿Y eso cuántas veces? ¿siete? no, setenta veces siete.

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