martes, 5 de junio de 2018

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Himno Adoro te devote - Santo Tomas de Aquino
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Himno Adoro te devote a Jesús Sacramentado - Santo Tomas de Aquino
"Adoro te devote" es uno de los cinco himnos que Santo Tomas de Aquino
compuso en honor de Jesús en el Santísimo Sacramento a solicitud del Papa
Urbano IV con motivo de haber establecido por primera vez la Fiesta del
Corpus Christi en 1264.
El himno se encuentra en el Misal Romano como una oración de acción de
gracias, después de la Misa una indulgencia parcial se concede a los fieles
que recen con devoción este himno.
                Te adoro con devoción, Dios escondido,
                oculto verdaderamente bajo estas apariencias.
                A Ti se somete mi corazón por completo,
                y se rinde totalmente al contemplarte.
                Al juzgar de Ti, se equivocan la vista, el tacto, el gusto;
                pero basta el oído para creer con firmeza;
                creo todo lo que ha dicho el Hijo de Dios:
                nada es más verdadero que esta Palabra de verdad.
                En la Cruz se escondía sólo la Divinidad,
                pero aquí se esconde también la Humanidad;
                sin embargo, creo y confieso ambas cosas,
                y pido lo que pidió aquel ladrón arrepentido.
                No veo las llagas como las vio Tomás
                pero confieso que eres mi Dios:
                haz que yo crea más y más en Ti,
                que en Ti espere y que te ame.
                ¡Memorial de la muerte del Señor!
                Pan vivo que das vida al hombre:
                concede a mi alma que de Ti viva
                y que siempre saboree tu dulzura.
                Señor Jesús, Pelícano bueno,
                límpiame a mí, inmundo, con tu Sangre,
                de la que una sola gota puede liberar
                de todos los crímenes al mundo entero.
                Jesús, a quien ahora veo oculto, te ruego,
                que se cumpla lo que tanto ansío:
                que al mirar tu rostro cara a cara,
                sea yo feliz viendo tu gloria.
Amén

Santa Juliana de Cornillon

Queridos hermanos y hermanas:

También esta mañana quiero presentaros una figura femenina, poco conocida,
pero a la cual la Iglesia debe un gran reconocimiento, no sólo por su
santidad de vida, sino también porque, con su gran fervor, contribuyó a la
institución de una de las solemnidades litúrgicas más importantes del año,
la del Corpus Christi. Se trata de santa Juliana de Cornillón, conocida
también como santa Juliana de Lieja. Tenemos algunos datos acerca de su vida
sobre todo a través de una biografía, escrita probablemente por un
eclesiástico contemporáneo suyo, en la que se recogen varios testimonios de
personas que conocieron directamente a la santa.

Juliana nació entre 1191 y 1192 cerca de Lieja, en Bélgica. Es importante
subrayar este lugar, porque en aquel tiempo la diócesis de Lieja era, por
decirlo así, un verdadero «cenáculo eucarístico». Allí, antes que Juliana,
teólogos insignes habían ilustrado el valor supremo del sacramento de la
Eucaristía y, también en Lieja, había grupos femeninos dedicados
generosamente al culto eucarístico y a la comunión fervorosa. Estas mujeres,
guiadas por sacerdotes ejemplares, vivían juntas, dedicándose a la oración y
a las obras de caridad.

Juliana quedó huérfana a los cinco años y, con su hermana Inés, fue
encomendada a los cuidados de las monjas agustinas del convento-leprosario
de Monte Cornillón. Fue educada en especial por una monja, que se llamaba
Sapiencia, la cual siguió su maduración espiritual, hasta que Juliana
recibió el hábito religioso y se convirtió también ella en monja agustina.
Adquirió una notable cultura, hasta el punto de que leía las obras de los
Padres de la Iglesia en latín, en particular las de san Agustín y san
Bernardo. Además de una inteligencia vivaz, Juliana mostraba, desde el
inicio, una propensión especial a la contemplación; tenía un sentido
profundo de la presencia de Cristo, que experimentaba viviendo de modo
particularmente intenso el sacramento de la Eucaristía y deteniéndose a
menudo a meditar sobre las palabras de Jesús: «He aquí que yo estoy con
vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20).

A los 16 años tuvo una primera visión, que después se repitió varias veces
en sus adoraciones eucarísticas. La visión presentaba la luna en su pleno
esplendor, con una franja oscura que la atravesaba diametralmente. El Señor
le hizo comprender el significado de lo que se le había aparecido. La luna
simbolizaba la vida de la Iglesia sobre la tierra; la línea opaca
representaba, en cambio, la ausencia de una fiesta litúrgica, para la
institución de la cual se pedía a Juliana que se comprometiera de modo
eficaz: una fiesta en la que los creyentes pudieran adorar la Eucaristía
para aumentar su fe, avanzar en la práctica de las virtudes y reparar las
ofensas al Santísimo Sacramento.

Durante cerca de veinte años Juliana, que mientras tanto había llegado a ser
la priora del convento, guardó en secreto esta revelación, que había colmado
de gozo su corazón. Después se confió con otras dos fervorosas adoradoras de
la Eucaristía, la beata Eva, que llevaba una vida eremítica, e Isabel, que
se había unido a ella en el monasterio de Monte Cornillón. Las tres mujeres
sellaron una especie de «alianza espiritual» con el propósito de glorificar
al Santísimo Sacramento. Quisieron involucrar también a un sacerdote muy
estimado, Juan de Lausana, canónigo en la iglesia de San Martín en Lieja,
rogándole que interpelara a teólogos y eclesiásticos sobre lo que tanto les
interesaba. Las respuestas fueron positivas y alentadoras.

Lo que le sucedió a Juliana de Cornillón se repite con frecuencia en la vida
de los santos: para tener confirmación de que una inspiración viene de Dios,
siempre es necesario sumergirse en la oración, saber esperar con paciencia,
buscar la amistad y la confrontación con otras almas buenas, y someterlo
todo al juicio de los pastores de la Iglesia. Fue precisamente el obispo de
Lieja, Roberto de Thourotte, quien, después de los titubeos iniciales,
acogió la propuesta de Juliana y de sus compañeras, e instituyó, por primera
vez, la solemnidad del Corpus Christi en su diócesis. Más tarde, otros
obispos lo imitaron, estableciendo la misma fiesta en los territorios
encomendados a su solicitud pastoral.

A los santos, sin embargo, el Señor les pide a menudo que superen pruebas,
para que aumente su fe. Así le aconteció también a Juliana, que tuvo que
sufrir la dura oposición de algunos miembros del clero e incluso del
superior de quien dependía su monasterio. Entonces, por su propia voluntad,
Juliana dejó el convento de Monte Cornillón con algunas compañeras y durante
diez años, de 1248 a 1258, fue huésped en varios monasterios de monjas
cistercienses. Edificaba a todos con su humildad, nunca tenía palabras de
crítica o de reproche contra sus adversarios, sino que seguía difundiendo
con celo el culto eucarístico. Falleció en 1258 en Fosses-La-Ville, Bélgica.
En la celda donde yacía se expuso el Santísimo Sacramento y, según las
palabras del biógrafo, Juliana murió contemplando con un último impulso de
amor a Jesús Eucaristía, a quien siempre había amado, honrado y adorado.

La buena causa de la fiesta del Corpus Christi conquistó también a Santiago
Pantaleón de Troyes, que había conocido a la santa durante su ministerio de
archidiácono en Lieja. Fue precisamente él quien, al convertirse en Papa con
el nombre de Urbano IV, en 1264 quiso instituir la solemnidad del Corpus
Christi como fiesta de precepto para la Iglesia universal, el jueves
sucesivo a Pentecostés. En la bula de institución, titulada Transiturus de
hoc mundo (11 de agosto de 1264) el Papa Urbano alude con discreción también
a las experiencias místicas de Juliana, avalando su autenticidad, y escribe:
«Aunque cada día se celebra solemnemente la Eucaristía, consideramos justo
que, al menos una vez al año, se haga memoria de ella con mayor honor y
solemnidad. De hecho, las otras cosas de las que hacemos memoria las
aferramos con el espíritu y con la mente, pero no obtenemos por esto su
presencia real. En cambio, en esta conmemoración sacramental de Cristo,
aunque bajo otra forma, Jesucristo está presente con nosotros en la propia
sustancia. De hecho, cuando estaba a punto de subir al cielo dijo: "He aquí
que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo" (Mt 28,
20)».

El Pontífice mismo quiso dar ejemplo, celebrando la solemnidad del Corpus
Christi en Orvieto, ciudad en la que vivía entonces. Precisamente por orden
suya, en la catedral de la ciudad se conservaba -y todavía se conserva- el
célebre corporal con las huellas del milagro eucarístico acontecido el año
anterior, en 1263, en Bolsena. Un sacerdote, mientras consagraba el pan y el
vino, fue asaltado por serias dudas sobre la presencia real del Cuerpo y la
Sangre de Cristo en el sacramento de la Eucaristía. Milagrosamente algunas
gotas de sangre comenzaron a brotar de la Hostia consagrada, confirmando de
ese modo lo que nuestra fe profesa. Urbano IV pidió a uno de los mayores
teólogos de la historia, santo Tomás de Aquino -que en aquel tiempo
acompañaba al Papa y se encontraba en Orvieto-, que compusiera los textos
del oficio litúrgico de esta gran fiesta. Esos textos, que todavía hoy se
siguen usando en la Iglesia, son obras maestras, en las cuales se funden
teología y poesía. Son textos que hacen vibrar las cuerdas del corazón para
expresar alabanza y gratitud al Santísimo Sacramento, mientras la
inteligencia, adentrándose con estupor en el misterio, reconoce en la
Eucaristía la presencia viva y verdadera de Jesús, de su sacrificio de amor
que nos reconcilia con el Padre, y nos da la salvación.

Aunque después de la muerte de Urbano IV la celebración de la fiesta del
Corpus Christi quedó limitada a algunas regiones de Francia, Alemania,
Hungría y del norte de Italia, otro Pontífice, Juan XXII, en 1317 la
restableció para toda la Iglesia. Desde entonces, la fiesta ha tenido un
desarrollo maravilloso, y todavía es muy sentida por el pueblo cristiano.

Quiero afirmar con alegría que la Iglesia vive hoy una «primavera
eucarística»: ¡Cuántas personas se detienen en silencio ante el Sagrario
para entablar una conversación de amor con Jesús! Es consolador saber que no
pocos grupos de jóvenes han redescubierto la belleza de orar en adoración
delante del Santísimo Sacramento. Pienso, por ejemplo, en nuestra adoración
eucarística en Hyde Park, en Londres. Pido para que esta «primavera
eucarística» se extienda cada vez más en todas las parroquias, especialmente
en Bélgica, la patria de santa Juliana. El venerable Juan Pablo II, en la
encíclica Ecclesia de Eucharistia, constataba que «en muchos lugares (...)
la adoración del Santísimo Sacramento tiene diariamente una importancia
destacada y se convierte en fuente inagotable de santidad. La participación
fervorosa de los fieles en la procesión eucarística en la solemnidad del
Cuerpo y la Sangre de Cristo es una gracia del Señor, que cada año llena de
gozo a quienes participan en ella. Y se podrían mencionar otros signos
positivos de fe y amor eucarístico» (n. 10).

Recordando a santa Juliana de Cornillón, renovemos también nosotros la fe en
la presencia real de Cristo en la Eucaristía. Como nos enseña el Compendio
del Catecismo de la Iglesia católica, «Jesucristo está presente en la
Eucaristía de modo único e incomparable. Está presente, en efecto, de modo
verdadero, real y sustancial: con su Cuerpo y con su Sangre, con su alma y
su divinidad. Cristo, todo entero, Dios y hombre, está presente en ella de
manera sacramental, es decir, bajo las especies eucarísticas del pan y del
vino» (n. 282).

Queridos amigos, la fidelidad al encuentro con Cristo Eucarístico en la
santa misa dominical es esencial para el camino de fe, pero también tratemos
de ir con frecuencia a visitar al Señor presente en el Sagrario. Mirando en
adoración la Hostia consagrada encontramos el don del amor de Dios,
encontramos la pasión y la cruz de Jesús, al igual que su resurrección.
Precisamente a través de nuestro mirar en adoración, el Señor nos atrae
hacia sí, dentro de su misterio, para transformarnos como transforma el pan
y el vino. Los santos siempre han encontrado fuerza, consolación y alegría
en el encuentro eucarístico. Con las palabras del himno eucarístico Adoro te
devote repitamos delante del Señor, presente en el Santísimo Sacramento:
«Haz que crea cada vez más en ti, que en ti espere, que te ame». Gracias.

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