miércoles, 30 de diciembre de 2009

PRIMERA PREDICACIÓN DE CUARESMA DEL PADRE CANTALAMESSA

3. La evolución y la Trinidad

El discurso sobre creacionismo y evolución tiene lugar habitualmente en diálogo con la tesis opuesta, de naturaleza materialista y atea, y en clave, por ello, necesariamente apologética. En una reflexión hecha entre creyentes y para creyentes, como es la actual, no podemos detenernos en este estadio. Detenernos aquí, significaría quedar prisioneros de una visión del problema "deísta", no trinitaria, y por tanto, no específicamente cristiana.

Quien abrió el discurso sobre la evolución a una dimensión trinitaria fue Pierre Teilhard de Chardin. La aportación de este estudioso a la discusión sobre la evolución consistió esencialmente en introducir en ella la persona de Cristo, de hacer de ella un problema también cristológico [6].

Su punto de partida bíblico es la afirmación de Pablo, según la cual "todo fue creado por él y para él" (Col 1,16). Cristo aparece en esta visión como el Punto Omega, es decir, como sentido y punto de llegada final de la evolución cósmica y humana. Se pueden discutir el modo y los argumentos con los que el estudioso jesuita llega a esta conclusión, pero no la conclusión misma. El motivo lo explica bien Maurice Blondel en una nota escrita en defensa del pensamiento de Teilhard de Chardin: "Ante los horizontes agrandados de la ciencia de la naturaleza y de la humanidad, no se puede, sin traicionar al catolicismo, permanecer en explicaciones mediocres y en modos de ver limitados que hacen de Cristo un accidente histórico, que lo aíslan del Cosmos como un episodio postizo y que parecen hacer de él un intruso o un perdido en la abrumadora y hostil inmensidad del Universo" [7].

Lo que falta aún, para una visión completamente trinitaria del problema, es una consideración sobre el papel del Espíritu Santo en la creación y en la evolución del cosmos. Lo exige el principio básico de la teología trinitaria según el cual las obras ad extra de Dios son comunes a las tres personas de la Trinidad, cada una de las cuales participa en ella con su característica propia.

El texto paulino que estamos meditando nos permite precisamente colmar esta laguna. La referencia a los dolores de parto de la creación se hace en el contexto del discurso de Pablo sobre las diversas actuaciones del Espíritu Santo. Él ve una continuidad entre el gemido de la creación y el del creyente que está puesto abiertamente en relación con el Espíritu: "Ésta (la creación) no está sola, sino que también nosotros, que poseemos las primicias del Espíritu, gemimos interiormente". El Espíritu Santo es la fuerza misteriosa que empuja a la creación hacia su cumplimiento. Hablando de la evolución del orden social, el Concilio Vaticano II afirma que "el espíritu de Dios que, con admirable providencia, dirige el curso de los tiempos y renueva la faz de la tierra, está presente en esta evolución" [8].

Él, que es "el principio de la creación de las cosas" [9], es también el principio de su evolución en el tiempo. Esto, de hecho, no es otra cosa que la creación que continúa. En el discurso dirigido, el 31 de octubre de 2008, a los participantes en el simposio sobre la evolución, promovido por la Academia Pontificia de las Ciencias, el Santo Padre Benedicto XVI subraya este concepto: "Afirmar --decía-- que el fundamento del cosmos y de sus desarrollos es la sabiduría providente del Creador no es decir que la creación tiene que ver sólo con el inicio de la historia del mundo y de la vida. Esto implica, más bien, que el Creador funda estos desarrollos y los sostiene, los fija y los mantiene constantemente".

¡Qué aporta de específico y de "personal" el Espíritu en la creación? Esto depende, como siempre, de las relaciones internas de la Trinidad. El Espíritu Santo no está en el origen, sino por así decirlo, al término de la creación, como no está en el origen, sino al final del proceso trinitario. En la creación --escribe san Basilio-- el Padre es la causa principal, aquel del cual son todas las cosas; el Hijo es la causa eficiente, aquel por medio del cual todas las cosas han sido hechas; el Espíritu Santo es la causa perfeccionadora" [10].

La acción creadora del Espíritu está en el origen por tanto de la perfección de lo creado; él, diríamos, no es tanto aquel que hace pasar el mondo de la nada al ser, sino aquel que hace pasar del ser informe al ser formado y perfecto. En otras palabras, el Espíritu Santo es aquel que hace pasar lo creado del caos al cosmos, que hace de él algo bello, ordenado, limpio: un "mundo", precisamente, según el significado original de esta palabra. San Ambrosio observa: "Cuando el Espíritu comenzó a aletear sobre él, la creación no tenía aún belleza alguna. En cambio, cuando la creación recibió la actuación del Espíritu, obtuvo todo este esplendor de belleza que la hace resplandecer como 'mundo'" [11].

No es que la acción creadora del Padre haya sido "caótica" y necesitada de corrección, sino que es el Padre mismo, señala san Basilio en el texto citado, que quiere hacer existir todo por medio del Hijo y quiere llevar a la perfección las cosas por medio del Espíritu.

"En el principio creó Dios los cielos y la tierra. La tierra era caos y confusión y oscuridad por encima del abismo, y un viento de Dios aleteaba por encima de las aguas" (Gn 1,1-2). La Biblia misma, como se ve, alude al paso de un estado informe y caótico del universo, a un estado en camino de progresiva formación y diferenciación de las criaturas y menciona al Espíritu de Dios como el principio de este paso o evolución. Ésta presenta este pasaje como repentino e inmediato, la ciencia ha revelado que se extendió en un arco de millones de años y que está aún en acto. Pero esto no debería crear problemas, una vez conocida la finalidad y el género literario del relato bíblico.

Basándose en el sentido de expresiones análogas presentes en los poemas cosmogónicos babilónicos, hoy se tiende a dar a la expresión "espíritu de Dios" (ruach ‘elohim) del Génesis (1, 2) el sentido puramente natural de viento impetuoso, viendo en ella un elemento del caos primordial, igual que el abismo y las tinieblas, ligándolo por tanto a lo que precede y no a lo que sigue, en el relato de la creación [12]. Pero la imagen del "soplo de Dios" vuelve en el capítulo sucesivo del Génesis (Dios "sopló en su nariz un aliento de vida y el hombre se convirtió en un ser viviente") con un sentido teológico y no ciertamente natural.

Excluir, del texto, toda referencia, aunque embrionaria, a la realidad divina del Espíritu, atribuyendo la actividad creadora únicamente a la palabra de Dios, significa leer el texto sólo a la luz de lo que lo precede y no a la luz de lo que lo sigue en la Biblia, a la luz de las influencias que ha sufrido y no también del influjo que ha ejercido, contrariamente a lo que sugiere la tendencia más reciente en la hermenéutica bíblica. (¿El modo más seguro para establecer la naturaleza de una semilla desconocida no es quizás ver qué tipo de planta nace de ella?).

Avanzando en la revelación, encontramos referencias cada vez más explícitas a una actividad creadora del soplo de Dios, en estrecha conexión con aquella de su palabra. "Por la palabra (dabar) del Señor se hicieron los cielos, por el soplo (ruach) de su boca sus ejércitos" (Salmo 33, 6; cf. también Isaías 11.4: "Su palabra será una vara contra el violento, con el soplo de su boca matará al malvado"). Espíritu o soplo no indica ciertamente, en estos textos, el viento natural. A este texto se remite otro salmo cuando dice: "Envías tu espíritu y son creados, y renuevas la faz de la tierra" (Salmo 104, 30). Sea cual sea la interpretación que se le quiera dar, por ello, al Génesis 1, 2, es cierto que la continuación de la Biblia atribuye al Espíritu de Dios un papel activo en la creación.

Esta línea de desarrollo se hace clarísima en el Nuevo Testamento, que describe la intervención del Espíritu Santo en la nueva creación, sirviéndose precisamente de las imágenes del soplo y del viento que se leen a propósito del origen del mundo (Jn 20, 22 con Gen 2,7). La idea de la ruach creadora no puede haber surgido de la nada. ¡No se puede, en un mismo comentario o edición de la Biblia, traducir Génesis 1,2 con "un viento de Dios sobre las aguas" y luego remitir a este mismo texto para explicar la paloma en el bautismo de Jesús![13].

No es por tanto incorrecto seguir haciendo referencia a Génesis 1,2 y a los demás testimonios posteriores, para encontrar en ellos un fundamento bíblico al papel creador del Espíritu Santo, como hacían los Padres. "Si adoptas esta explicación -decía san Basilio, seguido en ello por Lutero - sacarás gran provecho" [14]. Y es verdad: ver en el "Espíritu de Dios" que aleteaba sobre las aguas una primera referencia embrionaria a la acción creadora del Espíritu abre la comprensión de tantos pasajes sucesivos de la Biblia, de los que de otra forma su origen no tendría explicación.

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