sábado, 23 de enero de 2010

VIRGEN DEL POZO, PATRONA DE LOS DEPRIMIDOS

El Obispo de nuestra Diocesis trajo a la iglesia una imagen de “La Virgen del Pozo”, a la que presentó como “La Patrona de los que sufren depresión”. En un mundo donde más y más gente cae en el pozo de la depresión, ésta advocación Mariana viene a oficiar como bastón y ayuda de quienes desean encontrar en el amor a Dios el camino de salida de la tristeza extrema. Un mal moderno por definición, la depresión nos invade poniendo un vacío que nos distancia de la esperanza y la alegría de ser hijos de Dios. Puede ser clasificada claramente como un desierto espiritual, que el hombre debe aprender a sobrellevar como una cruz que Jesus nos invita a compartir con El. Vista de este modo, la tristeza o depresión adquieren un valor espiritual inmenso, porque nos unen con la angustia que el Señor sufrió en el Getsemani, la noche en que iba a ser traicionado y entregado. Jesús verá con agrado nuestra ofrenda, y nos sacará a la luz de la esperanza cuando nuestra alma esté lista para recibir Su Gracia.

De este modo, La Virgen del Pozo es la perfecta intercesora con Aquel que, todo amor, nos espera con los Brazos abiertos para ser nuestro motivo de alegría y esperanza, fe y amor. María es, una vez más, el camino más corto y simple para reencontrarnos con Jesús.

La Virgen del Pozo

El origen de la devoción a la Advocación Mariana de La Madonna del Pozzo se remonta al siglo XIII, en la Roma de la edad media. La tradición indica que alguien arrojó, voluntariamente, una imagen de María realizada sobre una pieza de piedra dentro de un pozo cisterna o pozo de agua. El profundo hoyo se encontraba ubicado en el establo de la residencia de un Cardenal en las inmediaciones de Roma. En la noche entre el 26 y el 27 de septiembre del año 1256 se produce el prodigioso hecho de que el agua empieza a brotar con tal fuerza desde el pozo, que eleva a la superficie la imagen de la Virgen retratada en piedra. Los testigos advirtieron no sólo el fluir violento del agua sino de modo mucho más resaltable, que se elevaba a la superficie la piedra con la imagen de la Virgen. El hecho fue inmediatamente reconocido como un milagro, al punto que el propio Pontífice realizó una procesión hasta el lugar de los hechos. Desde entonces esta advocación de María es conocida como la Virgen del Pozo, o la Madonna del Pozzo.

En la actual Iglesia-Santuario ésta imagen es venerada en una Capilla, donde muchos fieles se acercan cotidianamente para beber el agua del antiguo pozo, que luego de tantos siglos sigue brotando.

El contiguo convento de los Siervos de María fue abierto en el año de 1513, que era anteriormente convento de la Observancia y después de Mantua. Desde el año 1803 forma parte de la Provincia de Romaña, hoy Provincia de Piemonte-Romaña de los Siervos de María. Los sacerdotes servitas custodian este santo lugar, señalado por la Gracia de Dios.


Oración:

Virgencita del Pozo, luz de luz, alegría de alegría
esperanza de los tristes, amor de los afligidos
consuelo de los pobres de espíritu
linterna que alumbra las noches de oscuridad.

Danos tu luz, omnipotencia suplicante
elévanos en la oración, sujetos a tu calcañal
humildes en la espera, firmes en la confianza
entregados a tu Maternidad Divina.

Tu, Señora de la Alta Gracia
llévanos a tu Hijo, Jesús
ábrenos al Divino Espíritu de Amor
enséñanos a conocer el Amor del Padre.

Que tu luz sea nuestra luz
Que tu amor sea nuestro amor
Que tu esperanza sea nuestra esperanza
Que tu fe sea nuestra fe

Virgencita del Pozo, serena nuestros corazones
para que unidos a tu Inmaculado Corazón
y con la alegría de ser tu fiel reflejo
seamos capaces de unirnos a tu santa corredención


Para quienes visitan Roma, los datos para visitar a nuestra Virgencita del Pozo son los siguientes:

Comunidad de los Siervos de María
Convento Santa Maria in Via
Via del Mortaro, 24
00187 ROMA RM
Italia
Tel. (+39) 06. 697 6741 - 2 - 3
Fax (+39) 06. 697 674 34
E-mail: santamariainvia@vicariatus.urbis.org

VIRGEN DEL POZO, PATRONA DE LOS DEPRIMIDOS

Virgen del Pozo, Patrona de los deprimidos
María es nuestro sostén en las horas de oscuridad

Esta devoción Mariana fue traída a Argentina por nuestro Obispo, Monseñor Oscar Domingo Sarlinga, a cargo de la Diócesis de Zarate-Campana, y es un especial consuelo para los que sufren tristeza crónica y depresión.

Monseñor Sarlinga entronizó en su Diócesis esta hermosa Advocación Mariana para que la veneremos y busquemos en Ella el sostén que el mundo no nos da. Es un dolor inmenso el que sufren los que padecen de depresión psicológica o espiritual, siendo que algo semejante a una noche interior se cierne sobre sus corazones. El ahogo parece no tener fin, pero es en la Madre del Salvador que encontraremos el camino a la Luz.

Esta antigua advocación Mariana tiene una hermosa historia que ofrecemos a ustedes, para mayor conocimiento de las maravillas que Dios le ha encomendado a Su Madre.

viernes, 22 de enero de 2010

CONGREGACION MARIA REINA INMACULADA

La historia de la CMRI

Todas las órdenes y congregaciones religiosas de la Iglesia católica comenzaron como pequeñas comunidades de hombres y mujeres devotos, unidos simplemente por sus principios. Con el transcurso del tiempo, cada orden adoptó reglas y constituciones, que fueron luego aprobadas por la Iglesia. La Congregación de María Reina Inmaculada o CMRI (Congregatio Mariae Reginae Immaculatae) ha seguido los mismos pasos.

Esta congregación comenzó en Coeur d'Alene (Idaho) en 1967, como una asociación de religiosos y religiosas laicos dedicados a difundir el mensaje de Nuestra Señora de Fátima. La Congregación tuvo su primer capítulo general en julio de 1986, en el Monte San Miguel (Spokane, Washington). Durante esta reunión, la CMRI estableció sus reglas y constituciones. En el mismo año, la regla fue aprobada por el obispo Robert McKenna, cuyo linaje episcopal se remonta al arzobispo Pierre Martin Ngo-dinh-Thuc. (El arzobispo Thuc recibió extraordinarios poderes patriarcales del papa Pío XI el 15 de marzo de 1938. Por medio de estas facultades, podía consagrar legítimamente obispos sin el usual mandato de Roma. El papa Pío XII renovó estas facultades el 8 de diciembre de 1939 y nunca fueron rescindidas.)

Al crecer la Congregación, se le pidió que atendiera las necesidades espirituales de los muchos católicos que no estaban dispuestos a aceptar el modernismo del Vaticano II. Con la muerte del papa Pío XII y la convocación del segundo Concilio Vaticano, sobrevino a la Iglesia una situación sin precedentes, que atacó sus mismas doctrinas y su culto. Para asegurar la preservación de la fe católica y el tradicional santo sacrificio de la misa y los sacramentos, los sacerdotes, monjes y monjas de la Congregación María Reina Inmaculada profesan y mantienen la fe católica tal como fue enseñada constantemente a través de los siglos desde los tiempos de Cristo. La CMRI respeta y defiende el Código de Derecho canónico de 1917 y los principios de epikeia que reflejan el pensar de la Iglesia de que «la salvación de las almas es ley suprema.»

El actual superior general de la CMRI es el obispo Mark A. Pivarunas. La madre general de las Religiosas Marianas es la madre María Katrina. Los religiosos de la Congregación María Reina Inmaculada atienden 29 iglesias y capillas en los Estados Unidos, Canadá, Nueva Zelanda y las Islas Fiyi. También llevan un seminario en Omaha (Nebraska). La residencia principal de las Religiosas está en Spokane (Washington). Los miembros de la CMRI fomentan la verdadera devoción a la Santísima Virgen María y luchan por promover las peticiones de Nuestra Señora de Fatima de rezar el rosario, llevar el escapulario y practicar la reparación y la enmienda de la vida.

MARIA REINA INMACULADA

María Inmaculada: reina del universoHe aquí nuestra santa patrona, María Reina Inmaculada, con todos los emblemas de su realeza: su manto, con ribete de armiño, envuelve el globo y denota soberana majestuosidad. El cetro en su mano derecha, ligeramente inclinado en señal de misericordia, afirma su autoridad y potestad. La deslumbrante blancura de sus vestidos y del lirio que yace a sus pies evocan su pureza virginal. El lado de su manto que está vuelto hacia los hombres es el color del amanecer y les habla de la esperanza. El rosario que lleva puesto nos invita a rezar y las rosas que adornan las grandes cuentas son símbolo de su infinito amor. Camina hacia adelante sobre la esfera, que representa el mundo, para encontrarse con sus hijos y ayudarles en sus tribulaciones; sin embargo, sus pies apenas se deslizan por el globo como recordatorio de que este mundo no es sino un pasaje que conduce a la eterna patria.

miércoles, 20 de enero de 2010

Cuaresma I Domingo de Cuaresma, Ciclo B, Con Jesús en el desierto

I Domingo de Cuaresma, Ciclo B,
Con Jesús en el desierto

Autor: P. Raniero Cantalamessa, ofmcap

Sitio Web: P. Raniero Cantalamessa, ofmcap



Génesis 9, 8-15;
1 Pedro 3, 18-22;
Marcos 1, 12-15

Con Jesús en el desierto

Concentrémonos en la frase inicial del Evangelio: «El Espíritu empujó a Jesús al desierto». Contiene un llamamiento importante en el inicio de la Cuaresma. Jesús acababa de recibir, en el Jordán, la investidura mesiánica para llevar la buena nueva a los pobres, sanar los corazones afligidos, predicar el reino. Pero no se apresura a hacer ninguna de estas cosas. Al contrario, obedeciendo a un impulso del Espíritu Santo, se retira al desierto donde permanece cuarenta días, ayunando, orando, meditando, luchando. Todo esto en profunda soledad y silencio.

Ha habido en la historia legiones de hombres y mujeres que han elegido imitar a este Jesús que se retira al desierto. En Oriente, empezando por san Antonio Abad, se retiraban a los desiertos de Egipto o de Palestina; en Occidente, donde no había desierto de arena, se retiraban a lugares solitarios, montes y valles remotos.

Pero la invitación a seguir a Jesús en el desierto se dirige a todos. Los monjes y los ermitaños eligieron un espacio de desierto; nosotros debemos elegir al menos un tiempo de desierto. Pasar un tiempo de desierto significa hacer un poco de vacío y de silencio en torno a nosotros, reencontrar el camino de nuestro corazón, sustraerse al alboroto y a los apremios exteriores para entrar en contacto con las fuentes más profundas de nuestro ser.

Bien vivida, la Cuaresma es una especie de cura de desintoxicación del alma. De hecho no existe sólo la contaminación de óxido de carbono; existe también la contaminación acústica y luminosa. Todos estamos un poco ebrios de jaleo y de exterioridad. El hombre envía sus sondas hasta la periferia del sistema solar, pero ignora, la mayoría de las veces, lo que existe en su propio corazón. Evadirse, distraerse, divertirse: son palabras que indican salir de sí mismo, sustraerse a la realidad. Hay espectáculos «de evasión» (la TV los propina en avalancha), literatura «de evasión». Son llamados, significativamente, fiction, ficción. Preferimos vivir en la ficción que en la realidad. Hoy se habla mucho de «alienígenas», pero alienígenas, o alienados, lo estamos ya por nuestra cuenta en nuestro propio planeta, sin necesidad de que vengan otros de fuera.

Los jóvenes son los más expuestos a esta embriaguez de estruendo. «Que se aumente el trabajo de estos hombres –decía de los hebreos el faraón a sus ministros-- para que estén ocupados en él, de forma que no presten oído a las palabras de Moisés y no piensen en sustraerse de la esclavitud» (Ex 5, 9). Los «faraones» de hoy dicen, de modo tácito pero no menos perentorio: «Que se aumente el alboroto sobre estos jóvenes, que les aturda, para que no piensen, no decidan por su cuenta, sino que sigan la moda, compren lo que queremos nosotros, consuman los productos que decimos nosotros».

¿Qué hacer? Al no podernos ir a desierto hay que hacer un poco de desierto dentro de nosotros. San Francisco de Asís nos da, al respecto, una sugerencia práctica. «Tenemos --decía-- una ermita siempre con nosotros; allí donde vayamos y cada vez que lo queramos podemos encerrarnos en ella como ermitaños. ¡El eremitorio es nuestro cuerpo y el alma es la ermita que habita dentro!». En este eremitorio «portátil» podemos entrar, sin saltar a la vista de nadie, hasta mientras viajamos en un autobús concurridísimo. Todo consiste en saber «volver a entrar en uno mismo» cada tanto.

¡Que el Espíritu que «empujó a Jesús al desierto» nos lleve también a nosotros, nos asista en la lucha contra el mal y nos prepare a celebrar la Pascua renovados en el espíritu!

[Traducción del original italiano realizada por Zenit]

¿Por qué tus discípulos no ayunan?

VIII Domingo del Tiempo ordinario, Ciclo B.
¿Por qué tus discípulos no ayunan?

Autor: P. Raniero Cantalamessa, ofmcap

Sitio Web: P. Raniero Cantalamessa, ofmcap



Oseas 2,14b.15b19-20;
2 Corintios 3, 1b-6;
Marcos 2,18-22

¿Por qué tus discípulos no ayunan?

«Como los discípulos e Juan y los fariseos estaban ayunando, vienen y le dicen: “¿Por qué mientras los discípulos de Juan y los discípulos de los fariseos ayunan, tus discípulos no ayunan?”. Jesús les dijo: “¿Pueden acaso ayunar los invitados a la boda mientas el novio está con ellos? Mientras tengan consigo al novio no pueden ayunar. Días vendrán en que les será arrebatado el novio; entonces ayunarán, en aquel día”».

De este modo Jesús no reniega de la práctica del ayuno, sino que la renueva en sus formas, tiempos y contenidos. El ayuno se ha convertido en una práctica ambigua. En la antigüedad no se conocía más que el ayuno religioso; hoy existe el ayuno político y social (¡huelgas de hambre!), un ayuno saludable o ideológico (vegetarianos), un ayuno patológico (anorexia), un ayuno estético (para mantener la línea). Existe sobre todo un ayuno impuesto por la necesidad: el de los millones de seres humanos que carecen de lo mínimo indispensable y mueren de hambre.

Por sí mismos, estos ayunos nada tienen que ver con razones religiosas y ascéticas. En el ayuno estético incluso a veces (no siempre) se «mortifica» el vicio de la gula sólo por obedecer a otro vicio capital, el de la soberbia o de la vanidad.

Es importante por ello intentar descubrir la genuina enseñanza bíblica sobre el ayuno. En la Biblia encontramos, respecto al ayuno, la actitud del «sí, pero», de la aprobación y de la reserva crítica. El ayuno, por sí, es algo bueno y recomendable; traduce algunas actitudes religiosas fundamentales: reverencia ante Dios, reconocimiento de los propios pecados, resistencia a los deseos de la carne, solicitud y solidaridad hacia los pobres... Como todas las cosas humanas, sin embargo, puede decaer en «presunción de la carne». Basta con pensar en la palabra del fariseo en el templo: «Ayuno dos veces por semana» (Lucas, 18, 12).

Si Jesús nos hablara a los discípulos de hoy, ¿sobre qué insistiría más? ¿Sobre el «sí» o sobre el «pero»? Somos muy sensibles actualmente a las razones del «pero» y de la reserva crítica. Advertimos como más importante la necesidad de «partir el pan con el hambriento y vestir al desnudo»; tenemos justamente vergüenza de llamar al nuestro un «ayuno», cuando lo que sería para nosotros el colmo de la austeridad –estar a pan y agua-- para millones de personas sería ya un lujo extraordinario, sobre todo si se trata de pan fresco y agua limpia.

Lo que debemos descubrir son en cambio las razones del «sí». La pegunta del Evangelio podría resonar, en nuestros días, de otra manera: «¿por qué los discípulos de Buda y de Mahoma ayunan y tus discípulos no ayunan?» (es archisabido con cuánta seriedad los musulmanes observan su Ramadán).

Vivimos en una cultura dominada por el materialismo y por un consumismo a ultranza. El ayuno nos ayuda a no dejarnos reducir a puros «consumidores»; nos ayuda a adquirir el precioso «fruto del Espíritu», que es «el dominio de sí», nos predispone al encuentro con Dios que es espíritu, y nos hace más atentos a las necesidades de los pobres.

Pero no debemos olvidar que existen formas alternativas al ayuno y a la abstinencia de alimentos. Podemos practicar el ayuno del tabaco, del alcohol y bebidas de alta graduación (que no sólo al alma: también beneficia al cuerpo), un ayuno de las imágenes violentas y sexuales que televisión, espectáculos, revistas e Internet nos echan encima a diario. Igualmente esta especie de «demonios» modernos no se vencen más que «con el ayuno y la oración».

[Traducción del original italiano realizada por Zenit]

Tus pecados te son perdonados

VII Domingo del Tiempo ordinario, Ciclo B.
Tus pecados te son perdonados

Autor: P. Raniero Cantalamessa, ofmcap

Sitio Web: P. Raniero Cantalamessa, ofmcap



Isaías 43, 18-19.21-22.24b-25;
2 Corintios 1, 18-22;
Marcos 2, 1-12)

Tus pecados te son perdonados


Un día que Jesús estaba en casa (tal vez en la casa de Simón Pedro, en Cafarnaúm), se reunió tal multitud que no se podía de modo alguno entrar por la puerta. Un grupito de personas que tenía un familiar o amigo paralítico pensó superar el obstáculo destapando el techo y descolgando al enfermo por los bordes de una sábana ante Jesús. Él, vista la fe de aquellos, dice al paralítico: «Hijo, tus pecados te son perdonados».

Algunos escribas presentes piensan en sus corazones: «¡Blasfemia! ¿Quién puede perdonar los pecados, sino Dios sólo?». Jesús no desmiente su afirmación, pero demuestra con los hechos tener sobre la tierra el poder mismo de Dios: «Para que sepáis que el Hijo del hombre tiene en la tierra poder de perdonar pecados –dice al paralítico--: “A ti te digo, levántate, toma tu camilla y vete a casa”».

Lo que ocurrió aquel día en casa de Simón es lo que Jesús sigue haciendo hoy en la Iglesia. Nosotros somos aquel paralítico, cada vez que nos presentamos, esclavos del pecado, para recibir el perdón de Dios.

Una imagen de la naturaleza nos ayudará (por lo menos me ha ayudado a mí) a entender por qué sólo Dios puede perdonar los pecados. Se trata de la imagen de la estalagmita. La estalagmita es una de esas columnas calizas que se forman en el fondo de ciertas grutas milenarias por la caída de agua calcárea desde el techo de la cueva. La columna que pende del techo de la gruta se llama estalactita, la que se forma abajo, en el punto en que cae la gota, estalagmita. La cuestión no es el agua y su flujo al exterior, sino que en cada gota de agua hay un pequeño porcentaje de caliza que se deposita y hace masa con la precedente. Es así que, con el paso de milenios, se forman esas columnas de reflejos irisados, bellas de contemplar, pero que si se miran mejor se parecen a barrotes de una celda o a afilados dientes de una fiera de fauces abiertas de par en par.

Lo mismo ocurre en nuestra vida. Nuestros pecados, en el curso de los años, han caído en el fondo de nuestro corazón como muchas gotas de agua calcárea. Cada uno ha depositado ahí un poco de caliza --esto es, de opacidad, de dureza y de resistencia a Dios— que iba haciendo masa con lo que había dejado el pecado precedente. Como sucede en la naturaleza, el grueso se iba, gracias a las confesiones, a las Eucaristías, a la oración. Pero cada vez permanecía algo no disuelto, y ello porque el arrepentimiento y el propósito no eran «perfectos». Y así nuestra estalagmita personal ha crecido como una columna de caliza, como un rígido busto de yeso que enjaula nuestra voluntad. Se entiende entonces de golpe qué es el famoso «corazón de piedra» del que habla la Biblia: es el corazón que nos hemos creado nosotros mismos, a fuerza de convenios y de pecados.

¿Qué hacer en esta situación? No puedo eliminar esa piedra con mi voluntad sola, porque aquella está precisamente en mi voluntad. Se comprende pues el don que representa la redención obrada por Cristo. De muchas maneras Cristo continúa su obra de perdonar los pecados. Pero existe un modo específico al que es obligatorio recurrir cuando se trata de rupturas graves con Dios, y es el sacramento de la penitencia.

Lo más importante que la Biblia tiene que decirnos acerca del pecado no es que somos pecadores, sino que tenemos un Dios que perdona el pecado y, una vez perdonado, lo olvida, lo cancela, hace algo nuevo. Debemos transformar el remordimiento en alabanza y acción de gracias, como hicieron aquel día, en Cafarnaúm, los hombres que habían asistido al milagro del paralítico: «Todos se maravillaron y glorificaban a Dios diciendo: “Jamás vimos cosa parecida”».

[Traducción del original italiano realizada por Zenit]

Se acercó a Jesús un leproso

VI Domingo del Tiempo ordinario.
Ciclo B. Se acercó a Jesús un leproso

Autor: P. Raniero Cantalamessa, ofmcap

Sitio Web: P. Raniero Cantalamessa, ofmcap


Levítico 13, 1-2. 44-46;
1 Corintios 10, 31-11, 1;
Marcos 1, 40-45)

Se acercó a Jesús un leproso

En las lecturas del día resuena varias veces la palabra que, sólo con oírla pronunciar, suscitó por milenios angustia y pavor: ¡lepra! Dos factores ajenos contribuyeron a acrecentar el terror frente a esta enfermedad, hasta hacer de ella el símbolo de la máxima desventura que le puede tocar a una criatura humana y aislar a los pobres desgraciados de las formas más inhumanas. El primero era la convicción de que esta enfermedad era tan contagiosa que infectaba a cualquiera que hubiera estado en contacto con el enfermo; el segundo, igualmente carente de todo fundamento, era que la lepra era un castigo por el pecado.

Quien contribuyó más que nadie para que cambiara la actitud y la legislación respecto a los leprosos fue Raoul Follereau [escritor, periodista y poeta francés, Follereau (1903-1977) dedicó toda su vida a combatir la enfermedad de Hansen. Ndr]. Instituyó en 1954 la Jornada Mundial de la Lepra, promovió congresos científicos y finalmente, en 1975, logró que se revocara la legislación sobre la segregación de los leprosos.

Acerca del fenómeno de la lepra las lecturas de este domingo nos permiten conocer la actitud primero de la Ley mosaica y después del Evangelio de Cristo. En la primera lectura, del Levítico, se dice que la persona de la que se sospeche que padece lepra debe ser llevada al sacerdote, el cual, verificándolo, la «declarará impura». El pobre leproso, expulsado del consorcio humano, debe él mismo, para colmo, mantener alejadas a las personas advirtiéndoles de lejos del peligro. La única preocupación de la sociedad es protegerse a sí misma.

Veamos ahora cómo se comporta Jesús en el Evangelio: «Se le acercó un leproso suplicándole: “Si quieres puedes limpiarme”. Compadecido de él, extendió su mano, le tocó y le dijo: “Quiero; queda limpio”. Y al instante le desapareció la lepra y quedó limpio».

Jesús no tiene miedo del contagio; permite al leproso que llegue hasta Él y se le arroje delante de rodillas. Más aún: en una época en la que se consideraba que la mera proximidad de un leproso contagiaba, Él «extendió su mano y le tocó». No debemos pensar que todo esto fuera espontáneo y no le costara nada a Jesús. Como hombre Él compartía, en esto como en tantos otros puntos, las convicciones de su tiempo y de la sociedad en la que vivía. Pero la compasión por el leproso es más fuerte en Él que el miedo a la lepra.

Jesús pronuncia en esta circunstancia una frase sencilla y sublime: «Quiero; queda limpio». «Si quieres, puedes», había dicho el leproso, manifestando así su fe en el poder de Cristo. Jesús demuestra poder hacerlo, haciéndolo.

Esta comparación entre la Ley mosaica y el Evangelio en el caso de la lepra nos obliga a plantearnos la pregunta: ¿en cuál de las dos actitudes me inspiro? Es verdad que la lepra ya no es la enfermedad que produce más temor (si bien todavía hay millones de leprosos en el mundo), que es posible, si se llega a tiempo, curarse completamente de ella y en la mayoría de los países ya ha sido vencida del todo; pero otras enfermedades han ocupado su lugar. Se habla desde hace tiempo de «nuevas lepras» y «nuevos leprosos». Con estos términos no se entienden tanto las enfermedades incurables de hoy como las enfermedades (Sida y drogodependencia) de las que la sociedad se defiende, como hacía con la lepra, aislando al enfermo y rechazándolo al margen de ella misma.

Lo que Raoul Follereau sugirió hacer hacia los leprosos tradicionales, y que tanto contribuyó a aliviar su aislamiento y sufrimiento, se debería hacer (y gracias a Dios muchos lo hacen) con los nuevos leprosos. Con frecuencia un gesto así, especialmente si se realiza teniendo que vencerse a uno mismo, marca el inicio de una verdadera conversión para el que lo hace. El caso más célebre es el de Francisco de Asís, quien remonta al encuentro con un leproso el comienzo de su nueva vida.

[Traducción del original italiano realizada por Zenit]

Curó a muchos enfermos

V Domingo del Tiempo ordinario Ciclo B.
Curó a muchos enfermos

Autor: P. Raniero Cantalamessa, ofmcap

Sitio Web: P. Raniero Cantalamessa, ofmcap



Job 7, 1-4. 6-7;
1 Corintios 9, 16-19. 22-23;
Marcos 1, 29-39)

Curó a muchos enfermos

El pasaje evangélico de este domingo nos ofrece el informe fiel de una jornada-tipo de Jesús. Cuando salió de la sinagoga, Jesús se acercó primero a casa de Pedro, donde curó a la suegra, quien estaba en cama con fiebre; al llegar la tarde le llevaron a todos los enfermos y curó a muchos, afectados de diversas enfermedades; por la mañana, se levantó cuando aún estaba oscuro y se retiró a un lugar solitario a orar; después partió a predicar el Reino a otros pueblos.

De este relato deducimos que la jornada de Jesús consistía en un trenzado de curar a los enfermos, oración y predicación del Reino. Dediquemos nuestra reflexión al amor de Jesús por los enfermos, también porque en pocos días, en la memoria de la Virgen de Lourdes, el 11 de febrero, se celebra la Jornada mundial del enfermo.

Las transformaciones sociales de nuestro siglo han cambiado profundamente las condiciones del enfermo. En muchas situaciones la ciencia da una esperanza razonable de curación, o al menos prolonga en mucho los tiempos de evolución del mal, en caso de enfermedades incurables. Pero la enfermedad, como la muerte, no está aún, y jamás lo estará, del todo derrotada. Forma parte de la condición humana. La fe cristiana puede aliviar esta condición y darle también un sentido y un valor.

Es necesario expresar dos planteamientos: uno para los enfermos mismos, otro para quien debe atenderles. Antes de Cristo, la enfermedad estaba considerada como estrechamente ligada al pecado. En otras palabras, se estaba convencido de que la enfermedad era siempre consecuencia de algún pecado personal que había que expiar.

Con Jesús cambió algo al respecto. Él «tomó nuestras flaquezas y cargó con nuestras debilidades» (Mateo 8, 17). En la cruz dio un sentido nuevo al dolor humano, incluida la enfermedad: ya no de castigo, sino de redención. La enfermedad une a él, santifica, afina el alma, prepara el día en que Dios enjugará toda lágrima y ya no habrá enfermedad ni llanto ni dolor.

Después de la larga hospitalización que siguió al atentado en la Plaza de San Pedro, el Papa Juan Pablo II escribió una carta sobre el dolor, en la que, entre otras cosas, decía: «Sufrir significa hacerse particularmente receptivos, particularmente abiertos a la acción de las fuerzas salvíficas de Dios, ofrecidas a la humanidad en Cristo» (Cf. «Salvifici doloris», n. 23. Ndt). La enfermedad y el sufrimiento abren entre nosotros y Jesús en la cruz un canal de comunicación del todo especial. Los enfermos no son miembros pasivos en la Iglesia, sino los miembros más activos, más preciosos. A los ojos de Dios, una hora del sufrimiento de aquéllos, soportado con paciencia, puede valer más que todas las actividades del mundo, si se hacen sólo para uno mismo.

Ahora una palabra para los que deben atender a los enfermos, en el hogar o en estructuras sanitarias. El enfermo tiene ciertamente necesidad de cuidados, de competencia científica, pero tiene aún más necesidad de esperanza. Ninguna medicina alivia al enfermo tanto como oír decir al médico: «Tengo buenas esperanzas para ti». Cuando es posible hacerlo sin engañar, hay que dar esperanza. La esperanza es la mejor «tienda de oxigeno» para un enfermo. No hay que dejar al enfermo en soledad. Una de las obras de misericordia es visitar a los enfermos, y Jesús nos advirtió de que uno de los puntos del juicio final caerá precisamente sobre esto: «Estaba enfermo y me visitasteis... Estaba enfermo y no me visitasteis» (Mateo 25, 36. 43).

Algo que podemos hacer todos por los enfermos es orar. Casi todos los enfermos del Evangelio fueron curados porque alguien se los presentó a Jesús y le rogó por ellos. La oración más sencilla, y que todos podemos hacer nuestra, es la que las hermanas Marta y María dirigieron a Jesús, en la circunstancia de la enfermedad de su hermano Lázaro: «¡Señor, aquél a quien amas está enfermo!» (Juan, 11, 3. Ndt).

[Traducción del original italiano realiza]

El espíritu inmundo salió de él

IV Domingo del Tiempo ordinario Ciclo B.
El espíritu inmundo salió de él

Autor: P. Raniero Cantalamessa, ofmcap

Sitio Web: P. Raniero Cantalamessa, ofmcap



Deuteronomio 18, 15-20;
1 Corintios 7, 32-35;
Marcos 1, 21-28)

El espíritu inmundo salió de él

«Entonces un hombre poseído por un espíritu inmundo se puso a gritar: “¿Qué tenemos nosotros contigo, Jesús de Nazaret? ¿Has venido a destruirnos? Sé quién eres tú: el Santo de Dios”. Jesús, entonces, le conminó diciendo: “Cállate y sal de él”. Y agitándose violentamente el espíritu inmundo dio un fuerte grito y salió de él». ¿Qué pensar de este episodio narrado en el evangelio de este domingo y de muchos otros sucesos análogos presentes en el Evangelio? ¿Existen aún los «espíritus inmundos»? ¿Existe el demonio?

Cuando se habla de la creencia en el demonio, debemos distinguir dos niveles: el nivel de las creencias populares y el nivel intelectual (literatura, filosofía y teología). En el nivel popular, o de costumbres, nuestra situación actual no es muy distinta de la de la Edad Media, o de los siglos XIV-XVI, tristemente famosos por la importancia otorgada a los fenómenos diabólicos. Ya no hay, es verdad, procesos de inquisición, hogueras para endemoniados, caza de brujas y cosas por el estilo; pero las prácticas que tienen en el centro al demonio están aún más difundidas que entonces, y no sólo entre las clases pobres y populares. Se ha transformado en un fenómeno social (¡y comercial!) de proporciones vastísimas. Es más, se diría que cuanto más se procura expulsar al demonio por la puerta, tanto más vuelve a entrar por la ventana; cuánto más es excluido por la fe, tanto más arrecia en la superstición.

Muy diferentes están las cosas en el nivel intelectual y cultural. Aquí reina ya el silencio más absoluto sobre el demonio. El enemigo ya no existe. El autor de la desmitificación, R. Bultmann, escribió : «No se puede usar la luz eléctrica y la radio, no se puede recurrir en caso de enfermedad a medios médicos y clínicos y a la vez creer en el mundo de los espíritus».

Creo que uno de los motivos por los que muchos encuentran difícil creer en el demonio es porque se le busca en los libros, mientras que al demonio no le interesan los libros, sino las almas, y no se le encuentra frecuentando los institutos universitarios, las bibliotecas y las academias, sino, precisamente, a las almas. Pablo VI reafirmó con fuerza la doctrina bíblica y tradicional en torno a este «agente oscuro y enemigo que es el demonio». Escribió, entre otras cosas: «El mal ya no es sólo una deficiencia, sino una eficiencia, un ser vivo, espiritual, pervertido y pervertidor. Terrible realidad. Misteriosa y espantosa».

También en este campo, sin embargo, la crisis no ha pasado en vano y sin traer incluso frutos positivos. En el pasado a menudo se ha exagerado al hablar del demonio, se le ha visto donde no estaba, se han cometido muchas ofensas e injusticias con el pretexto de combatirle; es necesaria mucha discreción y prudencia para no caer precisamente en el juego del enemigo. Ver al demonio por todas partes no es menos desviador que no verle por ninguna. Decía Agustín: «Cuando es acusado, el diablo se goza. Es más, quiere que le acuses, acepta gustosamente toda tu recriminación, ¡si esto sirve para disuadirte de hacer tu confesión!».

Se entiende por lo tanto la prudencia de la Iglesia al desalentar la práctica indiscriminada del exorcismo por parte de personas que no han recibido ningún mandato para ejercer este ministerio. Nuestras ciudades pululan de personas que hacen del exorcismo una de las muchas prácticas de pago y se jactan de quitar «hechizos, mal de ojo, mala suerte, negatividades malignas sobre personas, casas, empresas, actividades comerciales». Sorprende que en una sociedad como la nuestra, tan atenta a los fraudes comerciales y dispuesta a denunciar casos de exaltado crédito y abusos en el ejercicio de la profesión, se encuentre a muchas personas dispuestas a beber patrañas como éstas.

Antes aún de que Jesús dijera algo aquel día en la sinagoga de Cafarnaúm, el espíritu inmundo se sintió desalojado y obligado a salir al descubierto. Era la «santidad» de Jesús que aparecía «insostenible» para el espíritu inmundo. El cristiano que vive en gracia y es templo del Espíritu Santo, lleva en sí un poco de esta santidad de Cristo, y es precisamente ésta la que opera, en los ambientes donde vive, un silencioso y eficaz exorcismo.

[Traducción del original italiano realizada por Zenit]

¡Convertíos y creed en el Evangelio!

III Domingo del Tiempo ordinario Ciclo B.
¡Convertíos y creed en el Evangelio!

Autor: P. Raniero Cantalamessa, ofmcap

Sitio Web: P. Raniero Cantalamessa, ofmcap



Jonás 3, 1-5. 10;
1 Corintios 7, 29-31;
Marcos 1, 14-20)

¡Convertíos y creed en el Evangelio!


Después de que Juan fue arrestado, Jesús se acercó a Galilea predicando el Evangelio de Dios y decía: «El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en la Buena Nueva». Debemos eliminar inmediatamente los prejuicios. Primero: la conversión no se refiere sólo a los no creyentes, o a aquellos que se declaran «laicos»; todos indistintamente tenemos necesidad de convertirnos; segundo: la conversión, entendida en sentido genuinamente evangélico, no es sinónimo de renuncia, esfuerzo y tristeza, sino de libertad y de alegría; no es un estado regresivo, sino progresivo.

Antes de Jesús, convertirse significaba siempre un «volver atrás» (el término hebreo, shub, significa invertir el rumbo, regresar sobre los propios pasos). Indicaba el acto de quien, en cierto punto de la vida, se percata de estar «fuera del camino»; entonces se detiene, hace un replanteamiento; decide cambiar de actitud y regresar a la observancia de la ley y volver a entrara en la alianza con Dios. Hace un verdadero cambio de sentido, un «giro en U». La conversión, en este caso, tienen un significado moral; consiste en cambiar las costumbres, en reformar la propia vida.

En labios de Jesús este significado cambia. Convertirse ya no quiere decir volver atrás, a la antigua alianza y a la observancia de la ley, sino que significa más bien dar un salto adelante y entrar en el Reino, aferrar la salvación que ha venido a los hombres gratuitamente, por libre y soberana iniciativa de Dios.

Conversión y salvación se han intercambiado de lugar. Ya no está, como lo primero, la conversión por parte del hombre y por lo tanto la salvación como recompensa de parte de Dios; sino que está primero la salvación, como ofrecimiento generoso y gratuito de Dios, y después la conversión como respuesta del hombre. En esto consiste el «alegre anuncio», el carácter gozoso de la conversión evangélica. Dios no espera que el hombre dé el primer paso, que cambie de vida, que haga obras buenas, casi que la salvación sea la recompensa debida a sus esfuerzos. No; antes está la gracia, la iniciativa de Dios. En esto, el cristianismo se distingue de cualquier otra religión: no empieza predicando el deber, sino el don; no comienza con la ley, sino con la gracia.

«Convertíos y creed»: esta frase no significa por lo tanto dos cosas distintas y sucesivas, sino la misma acción fundamental: ¡Convertíos, esto es, creed! ¡Convertíos creyendo! La fe es la puerta por la que se entra en el Reino. Si se hubiera dicho: la puerta es la inocencia, la puerta es la observancia exacta de todos los mandamientos, la puerta es la paciencia, la pureza, uno podría decir: no es para mí; yo no soy inocente, carezco de tal o cual virtud. Pero se te dice: la puerta es la fe. A nadie le es imposible creer, porque Dios nos ha creado libres e inteligentes precisamente para hacernos posible el acto de fe en Él.

La fe tiene distintas caras: está la fe-asentimiento del intelecto, la fe-confianza. En nuestro caso se trata de una fe-apropiación. O sea, de un acto por el que uno se apropia, casi por prepotencia, de algo. San Bernardo hasta utiliza el verbo usurpar: «¡Yo, lo que no puedo obtener por mí mismo lo usurpo del costado de Cristo!».

«Convertirse y creer» significa hacer propiamente un tipo de acción repentina e ingeniosa. Con ella, antes aún de habernos fatigado y adquirido méritos, conseguimos la salvación, nos apropiamos incluso de un «reino». Y es Dios mismo quien nos invita a hacerlo; le encanta ver este ingenio, y es el primero en sorprenderse de que «tan pocos lo realicen».

«¡Convertíos!» no es, como se ve, una amenaza, una cosa que ponga triste y obligue a caminar con la cabeza agachada y por ello a tardar lo más posible. Al contrario, es una oferta increíble, una invitación a la libertad y a la alegría. Es la «buena noticia» de Jesús a los hombres de todos los tiempos.

[Traducción del original italiano realizada por Zenit]

Glorificad a Dios en vuestro cuerpo

II Domingo del Tiempo ordinario, Ciclo B.
Glorificad a Dios en vuestro cuerpo

Autor: P. Raniero Cantalamessa, ofmcap

Sitio Web: P. Raniero Cantalamessa, ofmcap



1 Samuel 3, 3b-10.19;
1 Corintios 6, 13c-15a. 17-20;
Juan 1, 35-42)

El pasaje del Evangelio nos permite asistir a la formación del primer núcleo de discípulos, del que se desarrollará primero el colegio de los apóstoles y a continuación toda la comunidad cristiana. Juan está aún a orillas del Jordán junto a dos de sus discípulos cuando ve pasar a Jesús y no se retiene de gritar de nuevo: «¡He ahí el Cordero de Dios!». Los dos discípulos comprenden y, dejando para siembre al Bautista, se ponen a seguir a Jesús. Viendo que le siguen, Jesús se vuelve y pregunta: «¿Qué buscáis?». Le responden, para romper el hielo: «Maestro, ¿dónde vives?». «Venid y lo veréis», les contesta. Fueron, lo vieron y aquel día se quedaron con él. Ese momento pasó a ser para ellos tan decisivo en sus vidas que recuerdan hasta la hora en que ocurrió: eran cerca de las cuatro de la tarde.

En la segunda lectura, San Pablo ilustra un rasgo que debe caracterizar la vida del discípulo de Cristo: la pureza. «El cuerpo –dice entre otras cosas-- no es para la fornicación, sino para el Señor, y el Señor para el cuerpo... Glorificad, por tanto, a Dios con vuestro cuerpo». Tratándose de un tema tan oído y vital para nuestra sociedad actual vale la pena dedicarle la atención.

Tal vez quienes son capaces de entender mejor el tema de la pureza son precisamente los verdaderos enamorados. El sexo se hace «impuro» cuando reduce al otro (o al propio cuerpo) a objeto, a cosa, pero esto es algo que un verdadero amor rechazará realizar. Muchos de los excesos en marcha en este campo tienen algo de artificial, se deben a imposición externa dictada por razones comerciales y de consumo. No es, como se quiere hacer creer, «evolución espontánea de las costumbres», es evolución guiada, impuesta.

Una de las excusas que contribuyen más a favorecer el pecado de impureza en la mentalidad común y a descargarlo de toda responsabilidad es que, total, no hace mal a nadie, no vulnera los derechos ni la libertad de los demás, excepto, se dice, que se trate de estupro o violación. Pero no es verdad que el pecado de impureza acabe en quien lo comete. Todo abuso, dondequiera y por quienquiera que sea cometido, contamina el ambiente moral del hombre, produce una erosión de los valores y crea la que Pablo define «la ley del pecado» y de la que ilustra el terrible poder de arrastrar a los hombres a la ruina (Cf. Romanos, 7, 14 ss).

La primera víctima de todo ello son precisamente los jóvenes. Fenómenos tan reprobados, como la explotación de menores, el estupro y la pedofilia, pero también ciertas atrocidades cometidas no sobre menores, sino por menores, no nacen de la nada. Son, al menos en parte, el resultado del clima de exasperada excitación en el que vivimos y en el que los más frágiles sucumben. No era fácil, una vez que se puso en marcha, detener la avalancha de lodo que tiempo atrás se abatió sobre Sarno otras poblaciones de Campania, destruyéndolos [la tragedia, cerca de Nápoles, ocurrió en mayo de 1998, dejando más de un centenar de muertos, cerca de 200 desaparecidos y numerosos damnificados. Ndr]. Era necesario evitar la tala de árboles y otros daños ambientales que hicieron inevitable el corrimiento de tierra. Lo mismo vale para ciertas tragedias de fondo sexual: destruidas las defensas naturales, aquellas se hacen inevitables.

Pero hoy ya no basta con una pureza hecha de miedos, tabúes, prohibiciones, de fuga recíproca entre el hombre y la mujer, como si cada uno de ellos fuera, siempre y necesariamente, una insidia para el otro y un enemigo potencial, en vez de, como dice la Biblia, «una ayuda». Es necesario hacer hincapié en defensas ya no externas, sino internas, basadas en convicciones personales. Se debe cultivar la pureza por sí misma, por el valor positivo que representa para la persona, y no sólo por los apuros de salud o de buen nombre a los que expone su trasgresión.

La pureza asegura lo más precioso que existe en el mundo: la posibilidad de acercarse a Dios. «Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios» (Cf. Mt 5, 8. Ndr), dijo Jesús. No le verán sólo un día, tras la muerte, sino ya ahora: en la belleza de lo creado, de un rostro, de una obra de arte; le verán en sus propios corazones.

[Traducción del original italiano realizada por Zenit]

Solemnidad del Bautismo de Jesús

Ciclo B.
Redescubrir el propio bautismo

Autor: P. Raniero Cantalamessa, ofmcap

Sitio Web: P. Raniero Cantalamessa, ofmcap


1 Isaías 55,1-11; 1 Juan5,1-9; Marcos 1,7-11)

Redescubrir el propio bautismo

«En aquellos días vino Jesús desde Nazaret de Galilea, y fue bautizado por Juan en el Jordán. En cuanto salió del agua vio que los cielos se rasgaban y que el Espíritu, en forma de paloma, bajaba a él. Y se oyó una voz que venía de los cielos: “Tú eres mi Hijo amado, en ti me complazco”».

¿Es que tal vez Jesús necesitaba, también él, ser bautizado como nosotros? Ciertamente no. Él quiso, con aquel gesto, mostrar que se había hecho uno de nosotros en todo. Sobre todo quería poner término al bautismo de «agua» e inaugurar el «de Espíritu». En el Jordán no fue el agua la que santificó a Jesús, sino Jesús quien santificó el agua. No sólo el agua del Jordán, sino la de todos los baptisterios del mundo.

La fiesta del Bautismo de Jesús es la ocasión anual para reflexionar sobre nuestro bautismo. Una pregunta que frecuentemente la gente se plantea acerca del bautismo es: ¿por qué bautizar a los niños de pequeños? ¿Por qué no esperar a que sean mayores y decidan por sí mismos libremente? Es una cuestión seria, pero puede ocultar un engaño. Al procrear un hijo y darle la vida, ¿es que los padres le piden antes permiso? Convencidos de que la vida es un don inmenso, suponen justamente que el niño un día les estará agradecido por ello. No se pide permiso a una persona cuando se trata de darle un don, y el bautismo es esencialmente esto: el don de la vida dado al hombre por los méritos de Cristo.

Cierto; todo esto supone que los padres sean ellos mismos creyentes y tengan intención de ayudar el niño a desarrollar el don de la fe. La Iglesia les reconoce una competencia decisiva en este campo y no quiere que un niño sea bautizado contra la voluntad de ellos.

Nadie, por lo demás, dice hoy que, por el sencillo hecho de no estar bautizado, uno será condenado e irá al infierno. Los niños fallecidos sin bautismo, así como las personas que han vivido, sin culpa suya, fuera de la Iglesia, pueden salvarse (estas últimas, se entiende, si viven según los dictados de su propia conciencia). Olvidemos la idea del limbo como el lugar sin alegría y sin tristeza en el que acabarían los niños no bautizados. La suerte de los niños no bautizados no es diferente a la de los Santos Inocentes que hemos celebrado justo después de Navidad. El motivo de ello es que Dios es amor y «quiere que todos se salven», ¡y Cristo murió también por ellos!

Distinto es, en cambio, el caso de quien descuida recibir el bautismo sólo por pereza o indiferencia, aun advirtiendo quizá, en el fondo de su conciencia, su importancia y necesidad. En este caso conserva toda su seriedad la palabra de Jesús: sólo «quien crea y sea bautizado, se salvará» (Cf. Mc 16,16. Ndt). Cada vez hay más personas en nuestra sociedad que por diversos motivos no han sido bautizadas en la niñez. Existe el riesgo de que crezcan y nadie decida ya nada, ni en un sentido ni en otro. Los padres no se ocupan más de ello porque ya, piensan, no es su tarea; los hijos porque tienen otras cosas en qué pensar, y también porque no ha entrado aún en la mentalidad común que una persona deba tomar, ella misma, la iniciativa de bautizarse.

Para salir al encuentro de esta situación, la Iglesia da mucha importancia actualmente a la llamada «iniciación cristiana de los adultos». Ésta ofrece al joven o al adulto sin bautizar la ocasión de formarse, prepararse y decidir con toda libertad. Es necesario superar la idea de que el bautismo es algo sólo para niños. El bautismo expresa su significado pleno precisamente cuando es querido y decidido personalmente, como una adhesión libre y consciente a Cristo y a su Iglesia, si bien no hay que desconocer en absoluto la validez y el don que representa estar bautizados desde niños, por los motivos que he explicado más arriba. Personalmente estoy agradecido a mis padres por haberme hecho bautizar en los primeros días de vida. ¡No es lo mismo vivir la infancia y la juventud con la gracia santificante que sin ella!

[Traducción del original italiano realizada por Zenit]


Solemnidad de María Santísima, Madre de Dios

, Ciclo B. Hija de su Hijo

Autor: P. Raniero Cantalamessa, ofmcap

Sitio Web: P. Raniero Cantalamessa, ofmcap


Números 6,22-27; Gálatas 4,4-7; Lucas 2,16-21)

Hija de su Hijo

El pasaje evangélico recuerda la base real e histórica sobre la que se funda el título de Madre de Dios: «Cuando se cumplieron los ocho días para circuncidarle, se le dio el nombre de Jesús, el que le dio el ángel antes de ser concebido en el seno de la madre». Pero es Pablo quien, en la segunda lectura, nos ofrece la verdadera dimensión del misterio: «Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la ley, y para que recibiéramos la filiación adoptiva».

Madre de Dios fue en el origen un título que concernía más a Jesús que a la Virgen. De Él nos atestigua que es verdadero hombre: «¿Por qué decimos que Cristo es hombre, sino porque es nacido de María que es una criatura humana?» (Tertuliano). Nos atestigua, en segundo lugar, que es verdadero Dios. Sólo si Jesús es visto como Dios, es posible llamar a María «Madre de Dios».

Finalmente, de Jesús, atestigua que Él es Dios y hombre en una sola persona. Si en Jesús humanidad y divinidad hubieran estado unidas en cuanto a una unión sólo moral y no personal (así pensaban los herejes contra los cuales fue definido el título «Madre de Dios», Theotokos, en el Concilio de Éfeso del año 431), Ella no podría ya haber sido llamada Madre de «Dios», sino sólo Madre de «Jesús» o de «Cristo». María es aquella que hizo de Jesús nuestro hermano.

Eligiendo esta vía materna para manifestarse a nosotros, Dios reveló, al mismo tiempo, la dignidad de la mujer. «Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer». Si San Pablo hubiera dicho: «nacido de María», se habría tratado sólo de un detalle biográfico; diciendo «nacido de mujer» dio a su afirmación un alcance universal e inmenso. Es la mujer misma, cada mujer, quien ha sido elevada, en María, a tal increíble altura. María es aquí la mujer. Se habla mucho hoy de la promoción de la mujer, que es uno de los signos de los tiempos más bellos y alentadores. Pero Dios nos ha precedido mucho; confirió a la mujer un honor tal como para hacernos enmudecer a todos.

El título Madre de Dios nos habla, en fin, naturalmente de María. María es la única, en el universo, que puede decir, dirigiéndose a Jesús, lo que le dice a Él el Padre celestial: «¡Tú eres mi Hijo; yo te he engendrado hoy!» (Cf. Hb 1,5; Sal 2,7. Ndt). San Ignacio de Antioquia dice, con toda sencillez, que Jesús es «de Dios y de María». Casi como decimos nosotros de un hombre que es hijo de éste y de ésta. Dante Alighieri encerró la doble paradoja de María, que es «virgen y madre» y «madre e hija», en un solo verso: «¡Virgen Madre, hija de tu Hijo!».

El título Madre de Dios basta por sí solo para fundar la grandeza de María y justificar el honor a Ella tributado. Se reprocha a veces a los católicos que exageran en el honor y en la importancia atribuidos a María, y en ocasiones hay que reconocer que el reproche no carecía de fundamento, al menos por el modo con que aquello se realizaba. Pero jamás se piensa en lo que hizo Dios. Dios fue tan allá al honrar a María haciéndola Madre de Dios que ninguno puede decir más, «aunque tuviera –decía el propio Lutero-- tantas lenguas cuantas briznas de hierba hay en la tierra».

El título de Madre de Dios es también hoy el punto de encuentro y la base común a todos los cristianos, del que volver a partir para reencontrar el acuerdo en torno al lugar de María en la fe. Es el único título ecuménico, no sólo de derecho, porque fue definido en un Concilio ecuménico, sino también de hecho, en cuanto que es reconocido por todas las mayores Iglesias cristianas.

La oración mariana más antigua, Sub tuum praesidium, expresa la confianza y el consuelo que el pueblo cristiano siempre ha sacado de este título de la Virgen: «Bajo tu protección nos acogemos, Santa Madre de Dios; no deseches las súplicas que te dirigimos en nuestras necesidades; antes bien, líbranos siempre de todo peligro, ¡oh Virgen gloriosa y bendita!».

[Traducción del original italiano realizada por Zenit]

HASTA LA MUERTE, Y MUERTE DE CRUZ

RANIERO CANTALAMESSA EN EL VIERNES SANTO 2009:

ZENIT publica la predicacion que pronunció el padre Raniero Cantalamessa, ofmcap., predicador de la Casa Pontificia, durante la celebración de la Pasión del Señor, presidida por Benedicto XVI, el Viernes Santo 10 de Abril de 2009, en la Basílica de San Pedro del Vaticano.

"HASTA LA MUERTE,

Y MUERTE DE CRUZ"

P. Raniero Cantalamessa, ofmcap.

Predicación del Viernes Santo 2009 en la Basílica de San Pedro


"Christus factus est pro nobis oboediens usque ad mortem, mortem autem crucis": "Por nosotros Cristo fue obediente hasta la muerte. Y muerte de cruz". En el bimilenario del nacimiento del apóstol Pablo, volvemos a escuchar algunas de sus ardientes palabras sobre el misterio de la muerte de Cristo que estamos celebrando. Ninguno puede ayudarnos mejor que él para comprender su significado y su alcance.


A los Corintios, escribe a modo de manifiesto: "Así, mientras los judíos piden señales y los griegos buscan sabiduría, nosotros predicamos a un Cristo crucificado: escándalo para los judíos, necedad para los gentiles; mas para los que son llamados, sean judíos o griegos, predicamos un Cristo, fuerza de Dios y sabiduría de Dios" (1 Co 1,22-24). La muerte de Cristo tiene un alcance universal: "Si uno murió por todos, todos por tanto murieron" (2 Co 5,14). Su muerte ha dado un sentido nuevo a la muerte de cada hombre y de cada mujer.


A los ojos de Pablo la cruz asume una dimensión cósmica. Por ella Cristo ha abatido el muro de separación, ha reconciliado a los hombres con Dios y entre sí, destruyendo la enemistad (Cf. Ef. 2,14-16). De aquí la primitiva tradición desarrollará el tema de la cruz árbol cósmico cuyo brazo vertical une el cielo y la tierra, y cuyo brazo horizontal reconcilia entre sí a los diversos pueblos del mundo. Evento cósmico y al mismo tiempo personalísimo: "Me amó y se entregó a sí mismo por mí" (Ga 2,20). Cada hombre, escribe el Apóstol, es "aquel por quien murió Cristo" (Rm 14,15).


De todo ello nace el sentimiento de la cruz ya no como castigo, reproche o causa de aflicción, sino como gloria y honor del cristiano, esto es, como una jubilosa seguridad, acompañada de conmovida gratitud, en la que el hombre se eleva en la fe: "En cuanto a mí, ¡Dios me libre gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo!"(Ga 6,14).


Pablo ha plantado la cruz en el centro de la Iglesia como el palo mayor en el centro de la nave; ha hecho de ella el fundamento y el baricentro de todo. Ha fijado para siempre el marco del anuncio cristiano. Los evangelios, escritos después de él, seguirán su esquema, haciendo del relato de la pasión y muerte de Cristo el eje hacia el que se orienta todo.


Es sorprendente la empresa que llevó a término el Apóstol. Para nosotros actualmente es relativamente fácil ver las cosas bajo esta luz, después de que la cruz de Cristo, como decía Agustín, haya colmado la tierra y brille ahora sobre la corona de los reyes [1]. Cuando Pablo escribía, aquella todavía era sinónimo de la mayor ignominia, algo que ni siquiera se debía nombrar entre personas educadas.



El objetivo del año paulino no es tanto el de conocer mejor el pensamiento del Apóstol (esto lo hacen los estudiosos desde siempre, sin contar con que la investigación científica requiere tiempos más largos que un año); es más bien, como ha recordado en varias ocasiones el Santo Padre, el de aprender de Pablo cómo responder a los desafíos actuales de la fe.


Uno de estos desafíos, tal vez el más abierto que se haya conocido hasta la fecha, se ha traducido en un eslogan publicitario en los medios de transporte público de Londres y de otras ciudades europeas: "Probablemente Dios no existe. Deja de preocuparte y disfruta de la vida": There's probably no God. Now stop worrying and enjoy your life.


El mayor efecto de este eslogan no está en la premisa "Dios no existe", sino en la conclusión: "¡Disfruta de la vida!". Se sobreentiende el mensaje de que la fe en Dios impide disfrutar de la vida; es enemiga de la alegría. ¡Sin ella habría más felicidad en el mundo! Pablo nos ayuda a dar una respuesta a este desafío, explicando el origen y el sentido de todo sufrimiento, a partir del de Cristo.


¿Por qué "era necesario que el Cristo padeciera y entrara así en su gloria"? (Lc 24,26). A esta pregunta se da a veces una respuesta "débil" y, en cierto sentido, tranquilizadora. Cristo, revelando la verdad de Dios, provoca necesariamente la oposición de las fuerzas del mal y de las tinieblas y éstas, como había ocurrido en los profetas, llevarán a su rechazo y a su eliminación. "Era necesario que el Cristo padeciera" se entiende, por lo tanto, en el sentido de que "era inevitable que el Cristo padeciera".


Pablo brinda una respuesta "fuerte" a ese interrogante. La necesidad no es de orden natural, sino sobrenatural. En los países de antigua fe cristiana, se asocia casi siempre la idea de sufrimiento y de cruz a la de sacrificio y de expiación: el sufrimiento -se piensa- es necesario para expiar el pecado y aplacar la justicia de Dios. Es esto lo que ha provocado, en la época moderna, el rechazo de toda idea de sacrificio ofrecido por Dios y, finalmente, la idea misma de Dios.


No se puede negar que a veces los cristianos nos hemos expuesto a esta acusación. Pero se trata de un equívoco que un conocimiento mejor del pensamiento de san Pablo ya ha aclarado definitivamente. Él escribe que Dios prefijó a Cristo "para que sirviera como instrumento de expiación" (Rm 3,25); pero tal expiación no actúa sobre Dios para aplacarle, sino sobre el pecado para eliminarlo. "Se puede decir que es Dios mismo, no el hombre, quien expía el pecado... La imagen es más la de la remoción de una mancha corrosiva o la neutralización de un virus letal que la de una ira aplacada por el castigo" [2].


Cristo ha dado un contenido radicalmente nuevo a la idea de sacrificio. En él "ya no es el hombre el que ejerce una influencia sobre Dios para que se aplaque. Más bien es Dios quien actúa para que el hombre desista de la propia enemistad contra él y hacia el prójimo. La salvación no empieza con la petición de reconciliación por parte del hombre, sino con la petición de Dios: ‘Dejaos reconciliar con Él'(1 Co 2,6 ss)" [3].


El hecho es que Pablo se toma en serio el pecado, no lo banaliza. El pecado es, para él, la causa principal de la infelicidad de los hombres, o sea, el rechazo de Dios, ¡no Dios! [El pecado] encierra a la criatura humana en la "mentira" y en la "injusticia" (Rm 1,18ss.; 3,23), condena al mismo cosmos material a la "vanidad" y a la "corrupción" (Rm 8,19ss.) y también es la causa última de los males sociales que afligen a la humanidad.


Se analiza sin parar la crisis económica que atraviesa el mundo y sus causas, pero ¿quién se atreve a meter el hacha en la raíz y a hablar de pecado? El Apóstol define la avaricia insaciable como una "idolatría" (Col 3,5) e indica en la desenfrenada codicia de dinero "la raíz de todos los males" (1 Tm 6,10). ¿Podemos decir que se equivoca? ¿Por qué tantas familias reducidas a la miseria, masas de obreros sin trabajo, más que por la sed insaciable de provecho por parte de algunos? La élite financiera y económica mundial se había convertido en la locomotora enloquecida que avanzaba desenfrenadamente, sin preocuparse del resto del tren, que se había detenido distante en las vías. Íbamos todos "a contramano".



Con su muerte, Cristo no sólo ha denunciado y ha vencido el pecado; ha dado también un sentido nuevo al sufrimiento, incluso aquél que no depende del pecado de nadie, como es el caso del que se ha desencadenado, esta semana, en la cercana región del Abruzo a causa del devastador terremoto.

Ha hecho [del sufrimiento] un instrumento de salvación, un camino a la resurrección y a la vida. Su sacrificio ejerce sus efectos no a través de la muerte, sino gracias a la superación de la muerte, esto es, a la resurrección. "Murió por nuestros pecados y resucitó para nuestra justificación" (Rm 4,25): los dos acontecimientos son inseparables en el pensamiento de Pablo y de la Iglesia.


Es una experiencia humana universal: en esta vida placer y dolor se suceden con la misma regularidad con la que, al elevarse una ola del mar, le sigue un hundimiento y un vacío que absorbe al náufrago hacia atrás. "Un no sé qué de amargo -escribió el poeta Lucrecio- surge de la intimidad misma de todo placer y nos angustia en medio de las delicias" [4]. El consumo de drogas, el abuso del sexo, la violencia homicida, suscitan en el momento la ebriedad del placer, pero conducen a la disolución moral y frecuentemente también física de la persona.


Cristo, con su pasión y muerte, ha dado un vuelco a la relación entre placer y dolor. Él "en lugar del gozo que se le proponía, soportó la cruz" (Hb 12,2). No se trata ya de un placer que termina en sufrimiento, sino de un sufrimiento que lleva a la vida y al gozo. No se trata sólo de una sucesión distinta de las dos cosas; es la alegría, en este modo, la que tiene la última palabra, no el sufrimiento; y una alegría que durará eternamente. "Cristo, una vez resucitado de entre los muertos, ya no muere más, y la muerte ya no tiene dominio sobre él" (Rm 6,9). Ni lo tendrá sobre nosotros.


Esta nueva relación entre sufrimiento y placer se refleja en el modo de marcar el tiempo en la Biblia. En el cálculo humano el día empieza con la mañana y concluye con la noche; para la Biblia, comienza con la noche y termina con el día: "Y atardeció y amaneció: día primero", dice el relato de la creación (Gn 1,5). No carece de significado que Jesús muriera por la tarde y resucitara por la mañana. Sin Dios, la vida es un día que termina en la noche; con Dios, es una noche que termina en el día, y un día sin ocaso.

Así que Cristo no ha venido para aumentar el sufrimiento humano o para predicar la resignación a éste; ha venido para darle un sentido y anunciar su final y su superación. Leen ese eslogan en los autobuses de Londres y de otras ciudades también los padres con un hijo enfermo, las personas solas o que se han quedado sin trabajo, los exiliados que huyen de los horrores de la guerra, quienes han sufrido graves injusticias en la vida... Intento imaginar su reacción al leer las palabras: "Probablemente Dios no existe: ¡disfruta de la vida!". ¿Con qué?


El sufrimiento ciertamente sigue siendo un misterio para todos, especialmente el sufrimiento de los inocentes; pero sin fe en Dios, se convierte en algo inmensamente más absurdo. Se le priva hasta de la última esperanza de rescate. El ateísmo es un lujo que se pueden permitir sólo los privilegiados de la vida, los que han tenido todo, incluida la posibilidad de dedicarse a los estudios y a la investigación.



No es la única incongruencia de esa idea publicitaria. "Dios probablemente no existe": así que incluso podría existir; no se puede excluir del todo que exista. Sino, querido hermano no creyente, si Dios no existe, yo no pierdo nada; si en cambio existe, ¡tú has perdido todo! Deberíamos casi dar las gracias al promotor de esa campaña publicitaria; ha servido a la causa de Dios más que muchos de nuestros argumentos apologéticos. Ha mostrado la pobreza de sus razones y ha contribuido a sacudir muchas conciencias adormecidas.


Dios, sin embargo, tiene una medida de juicio diferente a la nuestra y si ve la buena fe, o una ignorancia inculpable, salva también a quien durante la vida se ha esforzado en combatirle. Los creyentes debemos prepararnos a sorpresas al respecto. "¡Cuántas ovejas están fuera del redil -exclama Agustín- y cuantos lobos dentro!": "Quam multae oves foris, quam multi lupi intus!" [5].


Dios es capaz de hacer de sus detractores más encarnecidos, sus apóstoles más apasionados. Pablo es la demostración de ello. ¿Qué había hecho Saulo de Tarso para merecer aquel encuentro extraordinario con Cristo? ¿Qué había creído, esperado, sufrido? A él se aplica lo que decía Agustín de toda elección divina: "Busca el mérito, busca la justicia, reflexiona y mira si encuentras otra cosa que la gracia" [6]. Es así como él explica su propia llamada: "Soy indigno del nombre de apóstol, por haber perseguido a la Iglesia de Dios. Mas, por la gracia de Dios, soy lo que soy" (1 Co 15,9-10).


La cruz de Cristo es motivo de esperanza para todos y el año paulino una ocasión de gracia también para quien no cree y está en búsqueda. Una cosa habla a su favor ante Dios: ¡el sufrimiento! Como el resto de la humanidad, también los ateos sufren en la vida, y el sufrimiento, desde que el Hijo de Dios lo cargó sobre sí, tiene un poder redentor casi sacramental. Es un canal, escribía Juan Pablo II en la "Salvifici doloris", a través del cual las energías salvíficas de la cruz de Cristo se ofrecen a la humanidad [7].


A la invitación a orar "por los que no creen en Dios" le seguirá, en unos instantes, una conmovedora oración en latín. Traducida, dice así: "Dios omnipotente y eterno, que has puesto en el corazón de los hombres una nostalgia tan profunda de ti que sólo cuando te encuentran hallan la paz: haz que, más allá de todo obstáculo, todos reconozcan los signos de tu bondad y, animados por el testimonio de nuestra vida, tengan el gozo de creer en ti, único verdadero Dios y Padre de todos los hombres. Por Cristo Nuestro Señor".


[Traducción del original italiano por Marta Lago]

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[1] San Agustín, Enarr. in Psalmos, 54, 12 (PL 36, 637).

[2] J. Dunn, La teologia dell'apostolo Paolo, Paideia, Brescia 1999, p. 227.

[3] G. Theissen - A. Merz, Il Gesù storico. Un manuale, Queriniana, Brescia 20032, p. 573.

[4] Lucrecio, De rerum natura, IV, 1129 s.

[5] San Agustín, In Ioh. Evang. 45,12.

[6] San Agustín, La predestinazione dei santi 15, 30 (PL 44, 981).

[7] Cf. Encíclica "Salvifici doloris", 23.


martes, 12 de enero de 2010

Yo soy el buen pastor

IV Domingo de Pascua
C - 2007-04-29
>Hechos 13, 14. 43-52;
Apocalipsis 7, 9.14b-17;
Juan 10, 27-30.



En los tres ciclos litúrgicos, el IV domingo de Pascua presenta un pasaje del Evangelio de Juan sobre el buen pastor. Después de habernos conducido, el domingo pasado, entre los pescadores, el Evangelio nos conduce entre los pastores. Dos categorías de igual importancia en los evangelios. De una deriva el título de «pescadores de hombres», de otra el de «pastores de almas», dado a los apóstoles.

La mayor parte de Judea era un altiplano de suelo áspero y pedregoso, más adecuado al pastoreo que a la agricultura. La hierba era escasa y el rebaño debía trasladarse continuamente, no había cercados y esto requería la constante presencia del pastor entre la grey. Un viajero del siglo pasado nos dejó un retrato del pastor de la Palestina de entonces: «Cuando lo ves en un elevado pastizal, insomne, con la mirada que escruta la lejanía, expuesto a las intemperies, apoyado en su vara, siempre atento a los movimientos del rebaño, entiendes por qué el pastor adquirió tal importancia en la historia de Israel que se le dio este título a su rey y Cristo lo asumió como emblema y sacrificio de sí».

En el Antiguo Testamento Dios mismo es representado como pastor de su pueblo: «El Señor es mi pastor, nada me falta» (Sal 23,1). «Él es nuestro Dios y nosotros el pueblo de su pasto» (Sal 95,7). El futuro Mesías también es descrito con la imagen del pastor: «Como pastor pastorea su rebaño; recoge en brazos los corderitos, en el seno los lleva y trata con cuidado a las paridas» (Is 40,11). Esta imagen ideal de pastor encuentra su plena realización en Cristo. Él es el buen pastor que va en busca de la oveja extraviada; se apiada del pueblo porque lo ve «como ovejas sin pastor» (Mt 9,36); llama a sus discípulos «el pequeño rebaño» (Lc 12, 32). Pedro llama a Jesús «el pastor de nuestras almas» (1 P 2, 25) y la Carta a los Hebreos «el gran pastor de las ovejas» (Hb 13,20).

De Jesús buen pastor el pasaje evangélico de este domingo subraya algunas características. La primera se refiere al conocimiento recíproco entre ovejas y pastor : «Mis ovejas escuchan mi voz; yo las conozco y ellas me siguen». En ciertos países de Europa, las ovejas se crían especialmente por la carne; en Israel se criaban sobre todo por la lana y la leche. Por ello permanecían años y años en compañía del pastor, quien acaba por conocer el carácter de cada una y llamarla con algún afectuoso apodo.

Está claro lo que Jesús quiere decir con estas imágenes. Él conoce a sus discípulos (y, en cuanto Dios, a todos los hombres); les conoce «por su nombre», que para la Biblia quiere decir en su esencia más íntima. Él les ama con un amor personal que llega a cada uno como si fuera el único que existe ante Él. Cristo no sabe contar más que hasta uno: y ese uno es cada uno de nosotros.

Otra cosa nos dice del buen pastor el pasaje del Evangelio del día. Él da la vida a las ovejas y por las ovejas y nadie podrá arrebatárselas. La pesadilla de los pastores de Israel eran las salvajes bestias –lobos y hienas- y los salteadores. En lugares tan aislados constituían una amenaza constante. Era el momento en que se evidenciaba la diferencia entre el verdadero pastor –el que apacienta las ovejas de la familia, quien tiene la vocación de pastor- y el asalariado que se pone al servicio de algún pastor sólo por la paga que recibe de él, pero que no ama, e incluso frecuentemente odia a las ovejas. Frente al peligro, el mercenario huye y deja a las ovejas a merced del lobo o del malhechor; el verdadero pastor afronta valientemente el peligro para salvar el rebaño. Esto explica por qué la liturgia nos propone el Evangelio del buen pastor en el tiempo pascual: la Pascua ha sido el momento en que Cristo ha demostrado ser el buen pastor que da la vida por sus ovejas.

[Traducción del original italiano realizada por Zenit]

¿Me amas?

III Domingo de Pascua
C - 2007-04-22
>Hechos 5, 27b-32.40b-41;
Apocalipsis 5, 11-14;
Juan 21,1-19.


Leyendo el Evangelio de Juan se entiende que originariamente terminaba con el capítulo 20. Si fue añadido este nuevo capítulo 21 es porque el propio evangelista o alguno de sus discípulos sintieron la necesidad de insistir una vez más en la realidad de la resurrección de Cristo. Ésta es, de hecho, la enseñanza que se deduce del pasaje evangélico: que la resurrección de Jesús no es sólo un modo de hablar, sino que ha resucitado, en su verdadero cuerpo. «Nosotros hemos comido y bebido con Él después de su resurrección de los muertos», dirá Pedro en los Hechos de los Apóstoles, refiriéndose probablemente precisamente a este episodio (Hechos 10, 41).

A la escena de Jesús que come con los apóstoles el pez puesto en las brasas, le sigue el diálogo entre Jesús y Pedro. Tres preguntas: «¿Tú me amas?»; tres respuestas: «Tú sabes que te amo»; tres conclusiones: «¡Apacienta mis ovejas!». Con estas palabras Jesús confiere de hecho a Pedro -y según la interpretación católica, a sus sucesores- la tarea de supremo y universal pastor de la grey de Cristo. Le confiere ese primado que le había prometido cuando dijo: «Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia. A ti te daré las llaves del Reino de los Cielos» (Mateo 16, 18-19).

Lo que más conmueve de esta página del Evangelio es que Jesús permanece fiel a la promesa realizada a Pedro, a pesar de que Pedro había sido infiel a la promesa hecha a Jesús de no traicionarle jamás, aún a costa de la vida (Mateo 26, 35). (La triple pregunta de Jesús se explica con el deseo de dar a Pedro la posibilidad de suprimir su triple negación durante la Pasión). Dios da siempre a los hombres una segunda posibilidad; frecuentemente una tercera, una cuarta e infinitas posibilidades. No expulsa a las personas de su libro al primer error. ¿Qué ocurre entretanto? La confianza y el perdón del Maestro han hecho de Pedro una persona nueva, fuerte, fiel hasta la muerte. Él ha apacentado la grey de Cristo en los difíciles momentos de sus comienzos, cuando era necesario salir de Galilea y lanzarse a los caminos del mundo. Pedro será capaz de mantener, por fin, su promesa de dar la vida por Cristo. Si aprendiéramos la lección contenida en la forma de obrar de Cristo con Pedro, dando confianza a alguien después de que se ha equivocado una vez, ¡cuántas personas menos, fracasadas y marginadas, habría en el mundo!

El diálogo entre Jesús y Pedro hay que trasladarlo a la vida de cada uno de nosotros. San Agustín, comentando este pasaje evangélico, dice: «Interrogando a Pedro, Jesús interrogaba también a cada uno de nosotros». La pregunta: «¿Me amas?» se dirige a cada discípulo. El cristianismo no es un conjunto de doctrinas y de prácticas; es algo mucho más íntimo y profundo. Es una relación de amistad con la persona de Jesucristo. Muchas veces, durante su vida terrena, había preguntado a las personas: «¿Crees?», pero nunca: «¿Me amas?». Lo hace sólo ahora, después de que, en su pasión y muerte, dio la prueba de cuánto nos ha amado Él.

Jesús hace que el amor por Él consista en servir a los demás: «¿Me amas? Apacienta mis ovejas». No quiere ser Él el que reciba los frutos de este amor, sino quiere que sean sus ovejas. Él es el destinatario del amor de Pedro, pero no el beneficiario. Es como si le dijera: «Considero hecho a mí lo que harás por mi rebaño». También nuestro amor por Cristo no debe quedarse en un hecho intimista y sentimental, sino que debe expresarse en el servicio de los demás, en hacer el bien al prójimo. La Madre Teresa de Calcuta solía decir: «El fruto de amor es el servicio, y el fruto del servicio es la paz».

[Traducción del original italiano realizada por Zenit]